LA ceremonia del desconcierto con sucesión de ocurrencias en que se ha convertido el proceso de la (no) investidura de Pedro Sánchez como presidente del Gobierno español proporcionó ayer un nuevo nivel de desbarajuste con la proposición -ni siquiera cabe llamarla oferta- realizada, una vez más a través de los medios de comunicación, por el presidente de Ciudadanos, Albert Rivera; también por la disposición, asimismo interesadamente pública, a estudiarla del presidente del PP, Pablo Casado. Si la dilación constante de la negociación, la extrema rigidez de las posiciones, la carencia de empatía, la ignorancia de las prioridades, el egocentrismo personal y el desinterés ante las posibles consecuencias de Pedro Sánchez y Pablo Iglesias, y viceversa, han compuesto durante los casi cinco meses transcurridos desde el 26 de abril un auténtico dechado de irresponsabilidad política en la que la única preocupación ha sido el espacio electoral de cada uno, el planteamiento de Albert Rivera a Pablo Casado, y viceversa, con similares objetivos añade desprecio absoluto por las reglas democráticas, desdén por los límites legales mediante la interpretación extensiva y abusiva de la Constitución y el populismo más exacerbado. Porque no es otra cosa que desprecio por la democracia la pretensión de derrocar el recién formado gobierno navarro, constituido por una mayoría parlamentaria surgida de las elecciones, para sustituirlo por el de UPN, PP y C’s en un intercambio que soslaya la opinión y deseos mayoritarios expresados por los ciudadanos en las urnas. Del mismo modo que un acuerdo preventivo para la aplicación del artículo 155 en Catalunya supone un torcimiento del texto y los principios constitucionales hacia posiciones mucho más estrictas que aquellas con las que se elaboró además de apropiarse desde la oposición de una potestad que solo corresponde al gobierno -también en el caso de los posibles indultos- y, en último caso, a una mayoría absoluta del Senado. Finalmente, no puede considerarse sino burdo populismo de un absoluto tufo electoral, la pretendida condición de no subir los impuestos ni la cuota de los autónomos cuando el mismo BCE acaba de cuestionar el margen fiscal y de gasto del Estado español, que sitúa como el segundo peor, tras Grecia, de toda la Unión Europea.