La última palabra

Es la historia de Karla, cincuenta años, que queda viuda de un dentista, con una hija mayor, un chico adolescente, una madre chiflada y la ruina económica. Para sobrevivir, se hace oradora fúnebre, una profesión inexistente entre nosotros y que todavía cubren los curas con sus viejas homilías y en los tanatorios civiles se sustituyen con poemas épicos y alguna canción rancia. Ni tenemos speechwriter, ni apenas escritores de obituarios. Una película de 2017, del mismo título, con Shirley MacLaine y Amanda Seyfried, ya nos presentaba las vicisitudes de una redactora de panegíricos póstumos. Hasta para los más odiados hay una palabra de recuerdo.

En nuestra cultura persisten muchos complejos sobre el final de la vida, de lo que carece Karla para despedir con emoción y naturalidad, exentas de hipocresía, a los difuntos en la BorowskiBestattungen de Berlín, empresa de pompas fúnebres más muerta que sus clientes. Hay humor negro, amor precario, miedos absolutos y situaciones surrealistas que no describen una sátira de la muerte. En realidad, es una teoría del duelo. Y el duelo, con su dolor y vacío, es lo más complicado del mundo. Usted puede ser muy listo y, sin embargo, sufrir un duelo interminable. Pero qué inteligente es el relato de La última palabra. Por sobrados merecimientos habrá una segunda temporada.