estas alturas no merece la pena engañarse si hablamos de gestión en el seno del Athletic. La colección de actuaciones censurables de sus dirigentes en la historia moderna de la entidad daría para llenar un par de tomos como mínimo. Sería apasionante que el relato que a través de múltiples publicaciones permite solazarse, sacar pecho incluso, con los triunfos que nutren un orgulloso sentimiento de pertenencia basado en esa singularidad filosófica prestigiada en el mundo entero, se completase con el repaso de aquello que se silencia, maquilla o tiende a olvidarse porque esa parte de la historia no tiene nada de bonita, ni es edificante. Puede que alguien se anime un día a recopilar los numerosos episodios que darían forma a lo que denominaremos la cara B de la historia del Athletic.

Uno de los capítulos de este recopilatorio pendiente estaría reservado para lo vivido en los dos últimos años en torno al primer equipo. Arrancaría en una fecha a caballo entre noviembre y diciembre de 2018 porque siempre hay un principio que merece la pena analizar para luego poder comprender los hechos que se tratan y que, de momento, desembocan en el relevo del entrenador. La cosa empieza con una alianza sellada deprisa y corriendo, un prodigio de improvisación que se vende como reclamo electoral. Unen fuerzas un candidato sin contenido, tal como prueba la maniobra realizada, y un director deportivo sin experiencia para desempeñar una función capital en el club.

Hoy, el resultado de la operación salta a la vista, pero la ausencia de directriz, la pobreza argumental en que se apoya el proyecto desde el minuto uno, resulta evidente casi en cada iniciativa, ya sea pública o privada, que en este caso viene a ser lo mismo porque los protagonistas y sus entornos próximos no saben distinguir un ámbito del otro, con las consecuencias que ello comporta para la imagen de la institución.

La línea seguida es de una elementalidad que asusta: a falta de un criterio sólido a partir del cual planificar el medio y largo plazo, todo gira alrededor de los resultados que el equipo va logrando; es el paradigma del cortoplacismo, que da como buena la acelerada salida del bache de identidad en que se había sumido el equipo con Berizzo premiando a Garitano con una revisión de salario, primero, y la renovación de su contrato, después. Elizegi sostiene sin rubor que un larguero del Sánchez Pizjuán frustró el merecido premio de entrar en Europa.

Desde entonces y hasta hace justo una semana, el entrenador es presentado como el idóneo, no existe nadie mejor que él para dirigir al Athletic y se insiste en alabar su dedicación, además de su calidad humana. Bueno, más vale pasar de puntillas por esto último tras asistir al trato dispensado por la directiva a Garitano durante meses y, en el colmo de la desconsideración, en el delicado trance de la despedida.

En la campaña 2019-20, las cabezas pensantes de Ibaigane y de Lezama no intervienen pese a los síntomas que transmite el equipo, de lo que ya hubo un anticipo en el tramo final del curso anterior. Al parecer, el modo de operar del técnico les parece perfecto y se parapetan tras el billete para la final de Copa para justificar una segunda renovación. No son ajenos a las crecientes reticencias del entorno, pero la posibilidad de apuntarse un título y un San Mamés que permanece mudo desde marzo, actúan como pantalla para no detenerse a recapacitar sobre lo que va a venir. Que, por supuesto, acaba viniendo.

El nivel del agua no deja de subir, más rápido cada vez desde la llamada liga del covid celebrada en el verano, pero los jefes del negociado solo acusan de verdad la sensación de ahogo el único día en que el socio tiene la oportunidad de decirles a la cara lo que piensan del equipo y de ellos, claro. En este desgobierno que deriva en la destitución, durante dos meses (es por no hacer más sangre metiendo en el saco el alucinante caso Llorente) no cesan las filtraciones que dejan a sus autores a la altura del barro. Continuará.