A proyección en torno a la Declaración de la Renta de este año, el primero de nuestras vidas que nos llegaba con el guion ya escrito y los planos ya rodados, no ha sido todo lo taquillera que hubiesen querido ni los propios productores ni, por supuesto, un sinfín de espectadores que se han encontrado con un sinfín de deslices. Ha sido, más bien, un rodaje de arte y ensayo cuyo argumento ha de mejorarse para evitar el asombro y las protestas de un sinfín de contribuyentes que se han quedado con la boca abierta tras recibir los cálculos hechos por la Administración.

Uno entiende el porqué del cambio: facilita la vida a quienes somos torpes de per se a la hora de los cálculos y afinan los cálculos de quienes se entorpecen y se equivocan, ya me entienden, cuando se trata de sacar rendimiento a los números.

"Este año la renta no ha sido mala pero tiene márgenes de mejora", dijo el diputado José María Iruarrizaga, en un análisis global de los balances. Quizás el desenlace haya sido, más o menos, el esperado, pero el capítulo de los borradores ha dejado mucho que desear, lo que demuestra que tampoco ellos, los técnicos y peritos, son duchos en la materia. O que se han visto sobrepasados por la sobrecarga. Es de desear que al menos comprendan que no todos los errores del pasado fueron de mala fe.

Tampoco es necesario pedir la guillotina (sea dicho a la metáfora, por Dios, que siempre hay quien se toma todo al pie de la letra...) para quienes se equivocaron a la hora de elaborar la declaración de las renta del prójimo. Ya pidieron disculpas en su momento. Lo que sí ha de valorarse es la fragilidad de estas cuestiones, que se diría que están hechas con cristal de Bohemia. Ya en la vieja Roma se decía que es un error generalizado reclamar dinero a aquellos que están por debajo incrementando impuestos cuando no se ha dado ejemplo en austeridad, un error que se repite de generación en generación.