O pide una gran mayoría de la clase política y buena parte de los hombres y mujeres de ciencia: es necesario hacer una renuncia. ¿Una más?, se preguntarán ustedes. Sí, esa que tanto duele. Es preciso renunciar a las vivencias para garantizar las supervivencias. Hay que guardar en estuche de terciopelo la vida social, como si fuese una de esas diademas de su majestad, una joya que no se debe lucir a diario porque el uso la desgasta y los rayos de sol la dañan. O porque llama la atención a los ladrones de guante blanco, si es que queda alguno.

En tiempos más revolucionarios que los actuales se decía que el pueblo no renuncia nunca a sus libertades sino bajo el engaño de una ilusión. A esa vieja ley nos invocan: si usted reduce sus contactos sociales en cualquiera de sus latitudes (el encuentro con las amistades e incluso con la familia que no convive con uno, los desplazamientos en transportes públicos comunitarios, el trabajo en equipo, el partido de los sábados, los vinos de mediatarde... ¡qué sé yo!) puede aferrarse a la ilusión de la desaparición de la pandemia. Aquel visionario llamado J. R. R. Tolkien ya nos advirtió. "Cuando las cosas están en peligro alguien tiene que renunciar a ellas, perderlas, para que otros las conserven". Que les aproveche la vida a los que vengan por detrás.