S una extraña paradoja. En ocasiones la ley no está ligada a la justicia como a veces las excepciones llevan más razón a cuestas que la propia norma que se saltan. Se ve más a menudo de lo que pudiera preverse y siempre provoca una rara sensación. Ahora, cuando los tribunales acaban de decirnos que no se puede reducir a seis el número de personas reunidas (y sí, sin embargo, a diez, como si fuese el mismo caso del virus que ataca a los que beben de pie en la barra y esquiva a los sentados en el taburete...), emerge esa sensación que, sean sinceros, más de una vez hemos tenido. Ahora les cuento cuál.

Les hablo de los momentos en que andamos dando vuelvas de un lado para otro, no tras de un guía sino tras del griterío y del clamor disonante de quienes nos llaman en direcciones opuestas. Uno nota entonces el escalofrío, un calambre interior que te advierte que la vida se desgasta entre divagaciones mientras no sabes qué elegir.

El pulso es morrocotudo. Por un lado la ciencia aparece con todas sus certezas, cerezas del árbol de la verdad, advirtiéndonos que cuanto más esquivemos el roce, más evitemos el contacto, más distancia marquemos, menos estaremos expuestos al riesgo. Por el otro lado, la ley viene a decirnos, por lo que interpreto, es que sin negar el aviso, está en manos del ser humano, en su libertad de elección, la decisión. Que no hay poder que pueda prohibir los encuentros (bueno, sí lo hay pero no parece claro que sea legítimo...) o reducirlos a tan mínima expresión. Los jueces, a lo que se ve, han optado por aferrarse a la letra de la ley, habida cuenta que el espíritu de la misma parece confuso.

Mientras tanto vemos pasar las horas y cómo se acortan o se alargan los plazos para una u otra solución según convenga o según haya que corregir uno u otro error. Y de ahísale la idea de que el tiempo que nos baña no es oro. Solo purpurina.