UNA vez al año ve a algún lugar en el que nunca hayas estado antes", aconsejaba el Dalai Lama tiempo atrás. Partamos de una idea central: un viajero sabio nunca desprecia su propia tierra. Y es ahí mismo, en ese viaje por los alrededores, donde ya se observa un cambio de actitud: se agudiza la curiosidad, se abren las ventanas de los sentidos y nos volvemos mucho más receptivos a todo lo nuevo. Y si no es nuevo, al menos a lo diferente. Ese dinamismo es uno de los signos de identidad de nuestros tiempos, incluido el turismo.

Es por ello que ya no se viaja a tiro fijo sino en busca de sorpresas. No solo en el destino -la constatación de que Bilbao ya no es siempre la cama elegida es un ejemplo...- sino en las ofertas que uno encuentra en el camino. Como decían los viejos exploradores del siglo XIX, el sendero es la aventura. Ahí sale al encuentro de uno la sorpresa, lo inesperado que te deja boquiabierto.

La Organización Mundial del Turismo nos recuerda que el turismo sostenible es aquel que mantiene el equilibrio entre los intereses sociales, económicos y ecológicos. Piensan a lo grande, como es su obligación. Pero algo de esa idea global trasciende a lo individual y son cada vez más las personas viajeras que se desplazan más allá de la postal, el selfi nuestro de cada día o carne que alimente el álbum Hofmann. Por supuesto, esa tendencia no ha desaparecido, pero sí disminuye la manada de borregos. Hace no mucho tiempo una amiga, recién llegada de París, me preguntaba: "¿Para que me voy a fotografiar junto a la Torre Eiffel si ya lo han hecho millones de personas?". Me dio que pensar. Es la primera vez que oigo a alguien decir algo así. No suena mal.