LO leí en cierta ocasión, aunque ya no recuerdo cuándo ni dónde. “El ser humano es una raza inteligente hasta que lo metes en una rotonda”. Para quien suscribe, que ni siquiera tiene carné de conducir, la frase, lapidaria, tiene un nosequé de peligro adherido. Sí es cierto que he visto, en más de una ocasión, a un coche panza arriba y con las ruedas delirando en una de esas lunas de asfalto estampadas en medio de la recta. Y también he escuchado los juramentos de un sinfín de ciclistas en pleno Tour de Francia, cuando se ven obligados a tumbar las bicicletas a tropecientos por hora y, ¡zas!, se pegan un castañazo de padre y muy señor mío.

A las rotondas también se les llama glorietas, un término más simpático que, sin embargo, no le resta un ápice de veneno. Y es curioso que, por mucho que nos repitamos que el peligro acecha a la vuelta de la esquina, en estas norias horizontales hay peligro a mansalva y ni un solo rincón. Curioso.

La Diputación, ojo avizor en la carretera, ha detectado, a la altura de Megapark, una variante singular e insegura: la conexión entre las rotondas que rodean al centro comercial y el paso como un rayo por la A-8. La mezcla es tóxica y de ahí surgen castañazos morrocotudos. La idea es mejorar todo ese tránsito y deshacer, en la medida de lo posible, ese nudo gordiano que se organiza los días de trafico caudaloso que, al parecer, son casi todos.

La pena es que no pueden actuar sobre las cabezas de ciertos conductores, que se inyectan de velocidad, prisas e imprudencias. Es un mal común al parecer. Hablando de uno de ellos, Ayrton Senna, Alain Prost decía que era mucho más rápido que nadie conduciendo el mismo coche, y tan rápido como nadie con un coche inferior. Su muerte era predecible: iba más rápido que los bólidos que conducía.