NO será acaso que esta vida moderna está teniendo más de moderna que de vida?, se preguntaba una de las personas más inteligentes y agudas que jamás he conocido: Mafalda. La modernidad, que tanto lo iguala todo, ha hecho del comercio algo parecido a ver una serie en HBO, admirarse con el paso fugaz de Williams camino del gol o abrir la boca con seis, siete páginas de Lemaitre, un novelista francés que les recomiendo. Hoy todo es posible en el mismo sitio y a la misma hora. Es la ley digital que rige nuestro mundo sin horarios. O los comercios son capaces de romper esa cadena con imaginación, regresan a esos “buenos días” y “buenas tardes” que tanto humanizan y apuestan por lo singular y distinto o su futuro quedará preso entre barrotes de sílice o algún otro mineral necesario para fabricar ordenadores. ¿Y el tendero, el zapatero o la farmacéutica; la carnicera, la modista o el camarero...? ¡Prehistoria!

Qué vida alegre fluye al otro lado de esa ventana virtual, cuánta maravilla. Visto todo desde el balcón de la pantalla dan unas ganas terribles de gritar: “¡Amo a la Humanidad!”, porque el mundo triste y oscuro, las desgracias que nos rodean, se ahuyentan a un solo golpe de ¡clic! Amo a la Humanidad, pero aborrezco a la gente, claro.

Porque el comercio no es eso, no es (al menos no debiera serlo...) un simple trueque o un tejemaneje de compraventas, alejándonos del prójimo. Es que te pregunten por los hijos y tú, por el marido; comentar los aconteceres del barrio, aconsejarse sobre cómo se hace un pollo a la pepitoria o dónde comprar pan de maíz, aunque se lo preguntes, qué se yo, a la peluquera. Es compartir el cascabel de las risas y acompañarse en el duelo, sentir que te duele lo que daña a tu sastre y que te alegras de la boda de la hija de la panadera. Es convivencia. Y si venden y si compramos algo, mejor que mejor.