Es muy probable que una mayoría de las personas de convicción abertzale desearían una unidad de acción o, cuando menos, un entendimiento estratégico entre las dos sensibilidades nacionalistas hoy representadas por PNV y EH Bildu. Son demasiado fuertes las embestidas centralistas contra las aspiraciones de autogobierno del pueblo vasco como para desperdiciar fuerzas y rechazar iniciativas, empeñados en la rivalidad y la confrontación. La historia del nacionalismo vasco ha atravesado por etapas prolongadas de fragmentación, pero el paso del tiempo ha ido decantando esas diferencias en dos bloques que en una adscripción genérica corresponderían al tópico de derecha e izquierda.

Ha sido evidente que durante los últimos cincuenta años el desencuentro entre ambos bloques, PNV e izquierda abertzale, ha sido encarnizado y persistente, un desencuentro recrudecido por la violencia de ETA que les alejó abriendo entre ellos un abismo casi infranqueable. Este enfrentamiento pasó por fases de gran acritud hasta el punto de que para algunos analistas fue esa la más profunda fractura social en Euskadi. Familias, cuadrillas, sociedades gastronómicas, clubs deportivos y cualesquiera entidades sociales fueron el demoledor escenario del enfrentamiento entre abertzales. El final de la actividad violenta de ETA, principal escollo para llegar a un mínimo entendimiento entre los dos bloques abertzales, pareció abrir una nueva etapa para la esperanza.

En julio de 2018, el coordinador general de EH Bildu, Arnaldo Otegi, calificaba de “histórico” el acuerdo logrado con el PNV para la reforma del estatus político de Euskadi, subrayando que “nunca en los últimos 40 años se había dispuesto de un acuerdo de este tipo que fuera sustentado por las dos grandes familias aber-tzales”. Hay que aclarar que el calificativo de “histórico” aplicado por Otegi tuvo precedentes en el Pacto de Lizarra, o en las conversaciones de Loiola para lograr la paz, o para el derecho a decidir en tiempo de Ibarretxe. Aquella dinámica de acuerdos, el avance que para la izquierda abertzale suponía negociar y acordar, ese capital político, quedó en aquel tiempo desautorizado y disipado por la subordinación a una ETA que pretendía imponer sus reglas.

El acuerdo para el preámbulo de la Ponencia de Autogobierno fue una esperanzadora disposición, un incremento del capital aportado a la política vasca por personas dialogantes de EH Bildu. La izquierda abertzale no solo participaba ya con normalidad en la tarea institucional, sino que era capaz de cerrar acuerdos de calado con su principal adversario político. Cerrar acuerdos significa ceder, renunciar al maximalismo y reconocer en el otro una parte de razón. Y ese es el más preciado capital que puede atesorarse en política. Pero esa nueva dinámica de acuerdo y entendimiento entre PNV y EH Bildu no parece haber sido aceptada por algún sector con poder real en la izquierda abertzale, ya que el “acuerdo histórico entre las dos familias” ha derivado de nuevo en una estrategia de implacable confrontación, de embestida frontal como en los peores tiempos. No puede entenderse alardear de buena armonía y acto seguido dedicarse al desgaste encarnizado de quien, se supone que también arriesgando y dejando pelos en la gatera, había firmado un acuerdo para recorrer juntos el camino trascendental hacia el autogobierno.

En el mundo abertzale, tanto en PNV como en EH Bildu, se recibió con entusiasmo y esperanza el acuerdo en la ponencia. Por fin, sin la coacción de la violencia, se abría un horizonte a recorrer juntos. Sin embargo, quizá para calmar recelos internos, EH Bildu corrigió cualquier apariencia de revisionismo o renuncia a las esencias atacando ásperamente al partido con quien había firmado un acuerdo sustancial y dilapidando así el capital político que suponía un pacto histórico. EH Bildu impidió la aprobación de los Presupuestos presentados por el Gobierno de Urkullu, como había impedido los del Ayuntamiento de Gasteiz presentados por el PNV, no paró hasta provocar la dimisión del consejero de Salud, Jon Darpón, y dejó en el dique seco la Ponencia de Memoria y Convivencia. Todo ello después de haber saludado con entusiasmo el supuesto “acuerdo histórico” y atesorado el importante capital político que suponía el ansiado encuentro de “las dos familias abertzales”. Dilapidado ese capital, es lógico que la otra parte no se fíe y de nuevo quede lejos, muy lejos, la tan deseada unidad abertzale.