A diferencia no es sutil. En un conflicto, los intereses, la convicción, incapacidad o falta de voluntad de las partes provoca callejones sin salida. Reconocerlo ya es un avance pero abre otra disyuntiva: qué clase de intermediario elegir. Es una casuística singular en los conflictos laborales, como vemos en el caso de la estiba en el Puerto de Bilbao. Ahí, las partes tienen visiones tan alejadas sobre una realidad que comparten que no hay punto común. En consecuencia, y ante el daño a terceros, el Ministerio de Trabajo se ofrece a mediar. Por ahora, no a arbitrar. Mediar es ingrato; conlleva disgustar a quienes no ven satisfecha su perspectiva y no garantiza el acuerdo. Pero es menos intrusivo. De un arbitraje sale una decisión razonada que se impone a las partes. Y, en el ámbito sociolaboral, no hay VAR con imágenes inapelables. Quien se considera perdedor suele hacer de su cabreo el germen de otro conflicto cargando contra el árbitro. De ahí que un órgano político como un Ministerio prefiera templar gaitas al desgaste de decidir la melodía. Pero, llegado el caso, tendrá que mojarse y contrastar los intereses de las partes con los de los demás y con datos objetivos. No señalar buenos ni malos ni garantizar la satisfacción de las partes; solo objetivar las razones de unos y otros. Quien las siente de más calidad suele ser más proclive a que le refrende un árbitro. Y al revés.