ENCUENTRO que la disposición de Elkarrekin Podemos a pactar los próximos Presupuestos es en sí misma una buena noticia. Que, además, haya entendido que materializar su perspectiva sociopolítica es un proceso en el que la capacidad la da la ciudadanía con sus votos y no la convicción propia, con su retórica, es aún mejor. Pero, sobre todo, me parece un buen precedente que la expectativa electoral del próximo año -en el que nos esperan elecciones autonómicas- se haya leído en términos de ofrecerse al votante como una propuesta útil y no solo como un modelo militante. En el pasado, ese tren ha pasado ante la puerta de todos los partidos de este país. Lo cogió Eusko Alkartasuna cuando hacía política con sus siglas; lo cogió Ezker Batua antes de que la desgarrara el mal de matiz que acosa a la izquierda cada cierto tiempo; ese que convierte en traidores a los que abogan por el común denominador como factor de unidad frente a los que esgrimen las esencias como prueba de autenticidad. Desde luego, lo ha abrazado el PSE, con más o menos acierto, pero sistemáticamente. Incluso el PNV lo hace cada vez que tiene que dar valor a su influyente minoría en Madrid. Y hasta ese PP que parecía tener rumbo cuando no lo dirigía Pablo Casado y pactaba presupuestos. También EH Bildu flirteó con la tendencia. Se benefició de ella cuando gobernaba en Gipuzkoa y otros le sustentaron sus presupuestos y pudo hacer lo propio con los de Urkullu en 2019. Pero no supo superar sus dos grandes debilidades: el calendario y su obsesión con el lehendakari. Al primero le miran por el qué dirán los míos, tan fieles a la escalada continua sin más cumbre que unas elecciones tras otras. Al segundo no le pueden ver.