SI no fuera por un prudente y cada vez más necesario escepticismo y por los escarmientos que hemos experimentado sobre las cabriolas que da la política, casi podríamos decir que en los últimos días hemos tenido alguna dosis de ese oxímoron que algunos denominan justicia poética. En Italia, el ultraderechista viceprimer ministro y responsable de Interior, Matteo Salvini, forzó la máquina para convertirse en el máximo dirigente de su país. Para ello, no le importó romper el gobierno del que formaba parte. Se sentía -se creía- ganador, muy probablemente, porque se lo decían sus encuestas. Lo que ha logrado es que otros partidos se unan para dejarle al margen y formar otro gobierno. En Gran Bretaña, el populista Boris Johnson también forzó la máquina para primero hacerse con el puesto y después suspender el Parlamento y evitar así que los representantes de la voluntad popular le bloquearan sus intenciones de apostar por un Brexit duro o buscaran otra prórroga de Bruselas. Se veía ganador. Lo que ha conseguido, de momento, es una oposición feroz a sus planes y deserciones en su propia familia, política y personal. Es posible que pierda la partida, porque la lógica de la acción-reacción casi siempre funciona.

¿Están desactivados Salvini y Johnson? Ni mucho menos. Tienen mecanismos, recursos y falta de escrúpulos para revertir la situación como tan bien saben hacerlo populistas y demagogos: apelando “al pueblo” mediante el victimismo.

No estoy seguro, pero creo que Pedro Sánchez puede estar tomando nota. Si uno no tiene vértigo, puede carecer de miedo al abismo. Pero el resto de los mortales lo tiene. Vaya si lo tiene.