ME recuerdan un compromiso adquirido en una columna de la semana pasada. Según me dejé decir, prometí relacionar el pensamiento de Nicolás Maquiavelo con la concepción de Estado de Ciudadanos y la obsesión de su presidente por la uniformización. Vaya por delante que el filósofo y diplomático renacentista no era, a pesar de la imagen transmitida, un manipulador ni un cínico. Solo un pragmático brutal que entendía la política como la obtención, conservación y ejercicio del poder. No necesariamente a espaldas del bienestar de los administrados, pero sí con el paternalismo de considerar a estos incapaces de gestionarse por sí mismos y no caer en el caos y la anarquía. En eso da la impresión de que Albert Rivera ya tiene un punto de coincidencia. Un par de siglos después, la evolución de ese concepto volvería a tomar forma de corriente de pensamiento político en manos del despotismo ilustrado: esta vez orientado al bienestar ciudadano pero, pobres incultos, sin su participación. Yendo al meollo, Rivera propugna liquidar la foralidad y sus instituciones -las diputaciones- y de su capacidad legislativa. No es capricho. Maquiavelo advertía a su Príncipe sobre los Estados que se regían con normas propias antes de ser incorporados, asimilados o sometidos. Y, según su parecer, el único modo de evitar que quienes una vez fueron regidos por su propia norma y cuentan con conciencia de cultura y libertad propias, solo pueden ser administrados con seguridad si sus estructuras son arrasadas y su población diluida. Abstrayéndonos de la literalidad, la desconfianza de Rivera hacia la especificidad vasca o catalana resulta hasta lógica. Maquiavélica pero lógica.