VAYA por delante que no conozco muchos que no se consideren progresistas en público. Todos tenemos conciencia social hiperdesarrollada, somos integracionistas y defensores de los modelos de convivencia y bienestar. Los periodistas no somos excepción. Entre los que nos manejamos en las columnas de opinión percibo una cierta desazón reveladora, fundamentalmente en los que ocupan cátedra en la villa y corte. Los de provincias somos más acomplejados a la hora de manejar el fiel de la verdad. Pero por allí llevan semanas, estudiando primero y tirándose de los pelos después, por el tránsito que ha hecho Albert Rivera desde el centro a la derecha. Suele suceder que quien más se escandaliza es quien más colaboró en otorgar a Ciudadanos la vitola de partido renovador de la política española, centrista y reformista con dejes de socialdemocracia moderna. Desde esa sensibilidad de progreso se digiere mal la ya nada disimulada receta ultraliberal en lo económico, recentralizadora en lo territorial y abanderada en lo nacional. Le reprochan a Rivera que ya no quiera ser bisagra de derecha e izquierda, lo que revela que, en el fondo, aspiraban a que anclase al PSOE y al PP a su proyecto de Estado homogeneizado que les permitiera proclamar que los partidos nacionalistas periféricos habían perdido la influencia y se les podía obviar. Es el indisimulado anhelo de ese pensamiento gestado, alimentado, regado cuando ha sido preciso y sobre todo divulgado en el microcosmos que es Madrid y pretende alinear al resto de la sociedad española. Con bastante suerte, hay que admitir. Pero sin incidencia en la realidad de Euskadi y Catalunya.