PABLO Casado no quiere pisarle la manguera a Santiago Abascal. O más bien pide al de Vox que no le pise la suya, aparentemente atrofiada y de la que mana un chorrillo de opciones de ganar las elecciones cada vez más exiguo. El líder del PP cayó en el símil ayer para confesar que sí cuenta con Vox para gobernar. Lo hizo después de que Pedro Sánchez confesara a su vez que sí cuenta con Podemos para su gobierno si fuera menester. Y ambos están de nuevo tratando de erigirse en las respectivas casas comunes de la izquierda y la derecha, respectivamente. No deja de ser el intento de reproducir el bipartidismo cuando más overbooking de siglas hay ante el elector. El problema de Casado es que su manguera y la de Rivera se enchufan a la misma boca de incendios. El discurso de la recentralización, de las esencias de aquella España en la que no se ponía el sol no es el de la derecha liberal, mucho menos del centro reformista. Es el de la nostalgia del imperio. Y ese es el emblema de Abascal; el único que se ha calzado un morrión en la cabeza sin ningún empacho, dispuesto a retomar Flandes o a reconquistar aquello que nunca fue godo -como nunca lo fue Granada- no digamos ya español. Pero el tapado es Rivera. Da para un roto y para un descosido porque el PSOE ha dejado de intentar que le crean cuando negaba un acuerdo si los números dan y el PP sabe que solo le darían con Ciudadanos. Bien mirado, no deja de acabar reproduciendo un esquema conocido: el de los partidos bisagra de ámbito territorial. Para poder sostener esas puertas, PNV y el resto de fuerzas nacionalistas necesitan movilizar para sí el voto útil de su gente. Para que Andalucía no vuelva a ocurrir.