Se ha presentado la versión en español de la obra teatral Kortxoaren dilema, que ya se había paseado por la geografía vasca en su versión original en euskera. Ahora se representará en Madrid donde le deseo el éxito que se merece. Quizá la noticia que esta semana ha convulsionado la política española crea un contexto que insufla a la obra nuevas lecturas que la ponen aún de mayor actualidad.
La obra, escrita por la siempre inteligente mano de Patxo Telleria, presenta un duelo entre dos personajes. La palabra duelo, pienso ahora que la escribo, se emplea para describir una relación dialéctica confrontada entre dos actores que se desafían y se crecen en el lance. En ese sentido la palabra encaja en lo que se ve sobre el escenario. Pero el término adquiere en esta obra sentidos literales en ocasiones, con pistola de por medio o con duelo de grabadoras. Aún el término duelo permite mayores juegos, pues la obra es un duelo de duelos, en el sentido de que confronta dolores de pérdida que miran al pasado y al futuro, la pérdida inminente de la vida y la pérdida de una vida malvivida por culpa de la violencia política, sus fantasías, sus retóricas y sus pesadillas.
La obra se presenta sobre un dilema moral inicial que sirve de campamento base. El dilema del intelectual que debe aceptar los servicios de una estructura que, desde la cómoda protección de su posición, ha criticado con argumentos sobrecargados de tono moral. A ese primer dilema se superponen otros dilemas mayores que llegan encarnados en personajes que surgen del pasado recordando historias que el viejo profesor preferiría haber olvidado pero que de pronto se agolpan en su cabeza y, seguramente, en lo más profundo de sus tripas.
Fiel a su estilo, Telleria une los recursos más disparatados del humor con un texto cuidado y equilibrado, y con el contenido más serio y profundo, posibilitando tantos niveles de lectura como el espectador necesite en cada momento. Y, como le suele suceder, el resultado le funciona con una aparente y engañosa ligereza, como la de un camino sencillo pero lleno, a la que uno menos se lo espera, lo mismo de un giro de guion, que de un quiebro de humor, que de un efecto, que de la carga de profundidad de mayor calado ético.
La obra no regala píldoras de moralina de ocasión para consumo fácil, sino que nos confronta con las consecuencias del pasado complejo. Y cada uno, en la medida de su presente y en la medida de su pasado, supongo, puede mirarse en las consecuencias que llegan de quienes fuimos en el pasado.
En la obra aparece nuestro pasado de violencia política, nuestros viejos debates olvidados salvo por los más nostálgicos de la ortodoxia, las contradicciones presentes de la memoria y el olvido político. La obra es una reflexión política y una reflexión sobre la coherencia y el cambio, pero, a mi juicio, sobre todo es una reflexión sobre la responsabilidad. La responsabilidad de asumir o no las consecuencias de lo vivido.
La reflexión sobre la culpa propia está hoy mal vista (la culpa ajena es más fácil de manejar). Basta decirnos que es un castratante constructo judeo-cristiano para deshacernos de su peso y olvidarla. Pero pienso si el título de la obra, El dilema del corcho, puede ser entendido como una invitación a considerar que en ocasiones toca hundirse para poder allí, en las solitarias profundidades donde ni llega el aire ni la luz, rehacernos y resurgir un poco más limpios.
Seguramente son lecturas mías. Eso pasa con las buenas obras, que permiten infinitas miradas según el momento y las obsesiones de cada cual.
La obra se representará en un Madrid convulsionado por noticias que tocan estos temas: sobre cómo quedamos atrapados por las contradicciones de nuestras lecciones y de los estándares que para otros ponemos. Confío en que, en la versión lingüística que usted prefiera, esta obra pueda volver a verse por aquí. Yo con gusto repetiría. Seguramente vería cosas diferentes. Y tendría que escribir una muy diferente columna.