Thomas Bauer, un estudioso alemán de la filología árabe, propuso hace unos años una clave para interpretar la evolución desde la antigua riqueza de aquella cultura hasta sus monocordes formas actuales. Según este profesor se ha producido una pérdida de tolerancia a la ambigüedad. El pensamiento árabe tradicional estaba formulado en formas poéticas abiertas a lecturas debatibles. Su expansión se favoreció porque esas tradiciones flexibles se adaptaban a los nuevos lugares. Una idea nacida para organizar un grupo de pastores del desierto podría gobernar así las ciudades más grandes y sofisticadas de su tiempo, donde lo mismo se custodia la filosofía griega, que se cultivan las artes, la literatura, la música o la danza, se desarrollan la astronomía, la medicina y las matemáticas, o conviven diversas formas de vivir la sexualidad. Un pensamiento que no se impone con rigor de lectura única favorece el diálogo.
Algunas de esas sociedades han llegado hoy a eliminar toda forma de diversidad y de libertad, a expulsar el diálogo de sus centros de formación, a excluir cualquier investigación que no conduzca a la uniformidad o la destrucción, a agredir a las mujeres que no lleven determinada prenda, a prohibirles el acceso al conocimiento, a encarcelar o matar a las que bailen o canten o lean cosas no autorizadas, a colgar de una grúa al que busque el contacto con la piel del sexo inadecuado. La lectura de la ley se ha vuelto unívoca y no se entiende como práctica jurídica histórica, sino como innegociable mandato divino.
Bauer propone ahora aplicar esta idea de la pérdida de la ambigüedad a la cultura contemporánea y a nuestras sociedades. El juego funciona de una manera sorprendentemente rica.
La modernidad tiende, aunque lo disimule bien, a una exclusión de las formas ambiguas de entender y vivir la realidad. Pedimos claridad confundiéndola con la univocación de la realidad. Necesitamos que todo sea unidireccional, reductible y explicable excluyendo lecturas simultáneas que convivan y dialoguen. Sin embargo, según Bauer, “es destino humano tener que vivir con la ambigüedad. Es razonable intentar reducirla a un grado vivible, pero sin pretender eliminarla. Individuos y sociedades harían bien en aspirar a la justa medida de ambigüedad”.
Las características de este rechazo a la ambigüedad son la búsqueda de una verdad única y eterna; la eliminación por tanto de la historia y su visión de cambio humano; y la aspiración a la pureza, sea política o vital. La diversidad de significaciones solo se da en los extremos, cuando las significaciones se vuelven intraducibles, pierden su significado y se vuelven insignificantes. El autor aplica estos principios a una política, cada vez más esencialista y populista, que juzga desde su verdad presente todo lo ajeno, que busca la pureza de lo mío para confrontarla a los otros. En el arte priman formas aparentemente diversas y provocadoras, pero atacadas por esa ausencia de significación que recibe posteriormente una interpretación de conveniencia de acuerdo con los intereses de cada ocasión. En la sexualidad la diversidad infinita de lo humano se encorseta en una competición sin fin por encasillar estática y definitivamente cada experiencia vital en una nueva categoría, uniforme en su interior y de la que expulsar a quien no se ajusta a ella.
Signo de lo mismo es la desconfianza en las instituciones de la democracia insufriblemente imperfecta o de la aún más desesperante gobernanza internacional. O la desconfianza en una ciencia que avanza cuestionándose a sí misma, aprendiendo lo mismo de sus errores que de sus aciertos, avanzando torpemente en algo que querríamos ya definitivo, cierto y fácilmente comprensible, reductible a nuestra opinión, y que, como no lo es, despreciamos como inservible. La pérdida de la ambigüedad es un librito breve con ideas que conviene considerar no para aceptarlas como verdades puras y eternas, sino para escucharlas en sus disonantes ambigüedades.