LA escuché por primera verz en mi vida en un programa de ETB-1 cuyo nombre no recuerdo ahora y aquella voz parecía levitar. Qué digo levitar, volar sobre los corazones. Tantas veces se ha dicho que el euskera es un idioma cargado de rudezas que oírle a Anne Etchegoyen darle esa trato íntimo resultó sobrecogedor. Con esa voz, pensé, coge peso cualquier argumento. Voz del pueblo, voz del cielo, dice la voz de la calle, lo que me invita a pensar que Anne es el pueblo que canta. En los últimos años no había escuchado algo semejante.
He de confesarlo: no seguí su pista y ahora no entiendo por qué. Recién anunciada su presencia en los carteles musicales de Aste Nagusia he sentido ese revolcón súbito que uno siente cuando le cogen por sorpresa. Siento la imperiosa necesidad de escucharla de nuevo, de oír de nuevo ese euskera afrancesado que se desliza por los labios y acaricia los oídos. Anne, créanme, canta como los ángeles, dicho sea por si algún lector comparte conmigo la ignorancia de no conocerla. Merece la pena.
Disculpen el desahogo, pero tenía que confesar mi ignorancia y mi admiración. Más allá de ese paso por el confesionario de papel, hay que destacar que ya comienza a desnudarse el programa de Aste Nagusia. Es curioso porque es algo que se espera con curiosidad año tras año por más que, año tras año también, la fiesta discurra con brío en el mejor de los escenarios posibles: la calle.
¿La calle, he dicho? Recuerdo ahora los versos de piedra de aquel compatriota, Gabriel Celaya. A solas soy alguien. En la calle nadie. Decía. Y quizás aquellas palabras estuviesen cargadas con la bala de la verdad, pero no siempre. En Aste Nagusia el pueblo se lanza a la calle y cada quien se expresa como es: más tranquilo o más bailongo en los conciertos; más pausado en el beber, como si fuese un arte, o más bárbaro; más buscón del ritmo de la noche o más sereno, en pos de una buena charla de terraza; más amigo de las tosnas o más partidario, qué sé yo, de Ledesma y su permanente latido; más amante del día que pájaro nocherniego o viceversa; más de barracas que de toros o viceversa; más feligrés de los concursos gastronómicos que espectador de los teatros. Y así hasta cumplir con todo el abanico de caracteres en el calendario de nueve días intensos.
Ese mismo espíritu variopinto es que ha tratado de reflejar en su cartel de Aste Nagusia Joseba Salinas, invocando a los pequeños dioses de las fiestas y atrapándoles en un estallido de color. El cartel cumple con el principal requisito para los de su estirpe: ser una fiesta para la vista. Ahora habrá partidarios y detractores -me convencí de que los hay de cualquier cosa el día en que leí una dura diatriba contra Teresa de Calcuta...-, pero la f iesta se ve ahí, empapelada.