con todo lo que se dijo en las vísperas del partido frente al Celta (“hay que tomárselo como una final”, aventuró Óscar de Marcos), la respuesta del Athletic no me pareció suficientemente satisfactoria como para albergar muchas ilusiones sobre una próxima recuperación del equipo, sobre todo en el estado anímico. La vitalidad; ese espíritu colectivo que les hizo cabalgar con brío la pasada temporada hasta la cuarta plaza y la consiguiente clasificación para la Champions, sigue brillando por su ausencia. Ni tan siquiera el temprano gol de Aritz Aduriz sirvió para levantar el partido y el vuelo. Pero como hubo algún síntoma para la esperanza, el personal salió con carita de resignación y predisposición a la indulgencia. Por ejemplo, se produjeron bastantes ocasiones de gol, lo cual no es poco teniendo en cuenta los antecedentes, y si no se ganó fue por falta de puntería; o el factor arbitral, que estuvo esquivo. Y sobre todo: hubo viento sur.
En un club tan tradicionalista como el Athletic hay aspectos que merecen respeto y consideración, pues a fuerza de repetirse han dejado impronta; y si sopla el puñetero viento sur, y además de aquella manera, elevando la temperatura a niveles de agosto, la afición se pone en lo peor. A los chicos les entra galbana, seguro. Y les pesan las piernas, y se derriten las entendederas; y en consecuencia se fallan hasta los goles cantados. Qué le vamos a hacer: es la rancia tradición.
Pero si dejamos a un lado el acervo, que quizá sirva de placebo para quien lo necesite, la sintomatología es muy cruda. Solo el Levante y el Getafe, que aún no ha disputado la octava jornada, han marcado menos goles que el Athletic. Hay que recordar que tres de sus cinco tantos los hizo en el mismo partido (3-0 al Levante, en su única victoria liguera), y que tampoco el factor defensivo invita a gran cosa, pues es el quinto equipo más goleado de la división.
Conocidas las evidencias, una maldad: Fernando Llorente lleva cero goles y cero asistencias en nueve encuentros (siete de Liga y dos de Champions) con la Juventus. Y una curiosidad malsana: en su desesperada búsqueda del gol, Valverde ha tenido que recurrir a Gaizka Toquero, uno de sus proscritos, pero de ninguna manera lo ha hecho con Kike Sola, fichaje estelar de la pasada temporada e ignorado por el técnico rojiblanco hasta el extremo. En comparación con lo que hay en la delantera (al margen de Aduriz, poco, por no decir nada, han aportado Viguera, Guillermo y Toquero), parece de cajón que Sola merezca alguna oportunidad, salvo que su ostracismo responda a causas extradeportivas, versión propalada con fuerza en los mentideros, y que se podría dar por buena ante la obcecación del técnico y la falta absoluta de explicaciones (y así las demanda el pueblo soberano). O sea, que el Athletic le ha montado un soberbio plan de pensiones al mozo navarro, y sin pegarle un palo al agua, qué suerte tiene el tío.
Valverde, en cambio, sí que intentó razonar el pasado jueves alguna de las causas del tremendo desfase entre la anterior y fantástica temporada con la actual, cubierta de sombras y malos presagios: la mentalización para afrontar dos partidos por semana en competiciones tan diferentes como son la Liga doméstica y la Champions. Resulta que encima se ha metido de por medio la Copa. Con una singladura aparentemente factible hasta la final, porque hasta entonces no aparecerían ni el Barça, Real Madrid o Atlético, no hay otra que morir en el intento pues, como el viento sur, el torneo forma parte esencial en la idiosincrasia del club bilbaino: es el Santo Grial. La tenemos buena: si ardua tarea es mentalizar a los chicos para que afronten la Liga y Champions sin solución de continuidad, Ernesto tendrá que convencerles de que el Alcoyano es el mismísimo Bayern. Tiene guasa la paradoja. La Copa debería procurarnos complacencia y renovados ánimos. Y sin embargo viene cargada de veneno.