el Gobierno español propone y practica ad intra, en "su" España, una política y unos valores contrarios a los que proclama ad extra, es decir, en el marco de las relaciones internacionales. Se trata de una incongruencia política más, una flagrante contradicción sustentada en venerados y posmodernos conceptos como los de "unidad nacional", o "interés nacional superior", vocablos convertidos en baluartes sobre los que pivota una ideología tan profundamente reaccionaria como la que inspira la reforma educativa que pretende imponerse desde Madrid, a modo de red pelágica que acabe con nuestro modelo educativo vasco.

Este modelo necesita mejoras, sin duda, para evolucionar, para seguir avanzando, para modernizarse, para adecuarse a nuevas realidades, como proceso de mejora continuo que los integrantes de nuestra comunidad educativa tienen interiorizado, pero no requiere catarsis normativas impuestas con calzador centralista, a modo de imposición con vocación homologadora y armonizadora de modelos que ni atienden ni respetan nuestra singularidad competencial (la forma) ni su dimensión material, concretada en la existencia y vigencia de un modelo propio vasco, construido no sin dificultades pero cuyos buenos resultados, siempre mejorables, desdicen a quienes basan en su supuesta crisis y malos resultados la necesidad de esta proyectada reforma. Estos ámbitos de actuación política aconsejan prudencia y no la prepotencia jacobina exhibida tras su chulesca personalidad por el inefable ministro Wert.

Volviendo al plano internacional, y sumergidos en esta dura crisis, resulta ya casi un lugar común aludir a aquella maldición china que dice que ojalá no te toque vivir épocas interesantes, para referirnos a la que nos está tocando vivir, marcada por una profunda mutación en el qué, el quiénes y el cómo del sistema internacional. Se trata de una transformación anclada en buena medida en valores de superación del unilateralismo que caracterizó durante décadas la visión de las relaciones internacionales por parte de mandatarios como los de Estados Unidos, cometiendo ilegalidades impunes como la invasión de Irak o Afganistán como por la superación de liderazgos mundiales basados en la imposición de la fuerza y por la fuerza. Asistimos en la política internacional a un retorno a los valores como motor de las relaciones internacionales: frente a las concepciones más tradicionales del interés nacional en términos económicos o geoestratégicos, los valores éticos, la democracia o el respeto a los derechos humanos son contemplados como elementos fundamentales del mismo, valores y objetivos que tienen que promoverse a través de la acción internacional de los Estados y demás actores internacionales.

Aunque la real politik muestre sus debilidades a la hora de su puesta en práctica, lo cierto es que esos mismos parámetros de actuación son defendidos fervientemente por el gobierno español en su política exterior. Pero parece que el bilateralismo, el respeto mutuo, la sustitución del poder impuesto verticalmente por la auctoritas proveniente del diálogo y el raciocinio, excelentes herramientas para la comprensión recíproca y el trabajo en común, no son válidas para la dimensión interna o estatal. La comprensión de la política, y en particular en áreas tan sensibles como la educación, la cultura o el euskera, no debe hacerse desde la imposición ni desde el unilateralismo. No es cuestión de fuerza ni de arrogancia.

Tenemos competencias en esas materias. Tenemos, con reconocimiento constitucional, singularidad para conservar, modificar y desarrollar nuestro modelo propio. Tenemos, desde Euskadi, la garantía, reconocida por el Tribunal Constitucional, de igualdad o paridad entre ordenamientos jurídicos: es decir, hablamos inter pares, entre iguales desde el punto de vista competencial, para colaborar, para coadyuvar en la mejora mediante propuestas trabajadas de mutuo acuerdo, para ayudar... ¡pero no para imponer!

El ejemplo de nuestro euskera es paradigmático: si el sistema educativo funciona, si garantiza tal y como está acreditado de forma fehaciente los derechos de los castellanohablantes, si garantiza como también está largamente acreditado que nuestro sistema educativo forma estudiantes que dominan ambas lenguas, ¿a qué viene esta reforma tan profundamente reaccionaria? ¿Debemos restaurar el pase foral ante este desatino político y normativo, o esperar desconfiadamente a que el Tribunal Constitucional mantenga su previa doctrina jurisprudencial y nos dé la razón, o por el contrario saque de su chistera reinterpretativa una nueva doctrina que dé cobertura a la orientación jerarquizadora, donde lo central, lo común, lo castellano prime sobre lo especial, sobre lo vasco, por periférico? ¿Así se construye una democracia dentro de un Estado de Derecho, reescribiendo con renglones torcidos la nueva planta de algo tan troncal competencialmente hablando como es este triple ámbito educativo, cultural y lingüístico?