cuando veo imágenes o leo una noticia acerca de un linchamiento -físico o moral- por parte de una turba hacia una persona siento la necesidad vital de proteger al acosado, al agredido en su integridad física o en su dignidad como persona. Corren malos tiempos para la política, y sus actores, los políticos, se han convertido en nuestro objeto de rechazo, de protesta, de bronca, de crítica, de generalizada y por tanto injusta demonización.
La apatía existencial que nos atrapa es consecuencia de esta tremenda y ya crónica crisis, una dura meseta que atravesamos todos y que parece no tener fin. Como señala con acierto y precisión literaria Antonio Muñoz Molina en su fantástico ensayo -Todo lo que era sólido-, el fatalismo nos rodea. Y las cosas, los hechos, los dramas personales y familiares no suceden con la neutralidad abstracta de los relatos históricos. Las cosas siempre le suceden a alguien: hay víctimas de esta crisis con nombre y apellidos, no hay proporcionalidad entre la gravedad de las responsabilidades imputables y el tremendo reparto de cargas derivadas de esta crisis. Eso es cierto.
En medio de este estado de indignación y la vez de cierto aturdimiento, sin rumbo ni liderazgos sociales fuertes que nos permitan creer en la existencia de un futuro mejor, sumidos en la oscuridad de este callejón marcado por el deterioro económico, político y social, emerge con fuerza la queja, el resentimiento, el agravio, la búsqueda de algo o alguien contra el que expresar nuestro malestar, nuestro enfado, nuestra rabia.
Demasiadas veces creemos tener opinión propia y criterio definido y certero sobre algo y con frecuencia no son sino meros ecos vagos de lugares comunes. Ante el desconcierto, el desencanto, la zozobra, las dudas, las incógnitas y las inquietudes que nos rodean y generan este clima de pesimismo contagioso, necesitamos liderazgos sociales fuertes, buscamos referentes, ideas motor a modo de varitas mágicas que nos aporten soluciones efectivas. ¿Quién las pueda aportar, el académico, el político? ¿Quién debe marcar el rumbo?
En el vanidoso mundo académico las ideas falsas no son más que eso, ideas falsas, y las inútiles o inaplicables pueden ser divertidas, ocurrentes... Pero en la vida pública, en la política, esas mismas ideas pueden arruinar la vida de millones de personas. Lo malo de los intelectuales y comentaristas es que les importa más que sus ideas sean y suenen interesantes, sin importar demasiado si estas devienen inútiles o inefectivas. El político debe trabajar con ideas ciertas y aplicables a la vida real. El buen juicio en política es distinto del buen juicio en la vida intelectual. El sentido de la realidad es clave en un político.
Demasiadas veces, igual que los juristas vamos por detrás de la realidad y no respondemos a los retos que esta plantea, los politólogos, la ciencia política, promete a través de dogmáticos discursos más de lo que luego cumple. Y frente a la teoría, en la práctica política no existe una ciencia de la toma de decisiones. El recurso al siempre barato y fácil maniqueísmo -los buenos y los malos- permite descargar, aliviar tensiones sociales, pero no resuelve el problema. El linchamiento a la clase política , el calificar a todos, como circula en esa caverna planetaria que es internet, de sinvergüenzas y ladrones es además de injusto, peligroso. Ante casi todo en la vida se puede ser imparcial sin ser neutral: se puede -y se debe- tomar partido -es decir, no ser neutral- ante los abusos, el despilfarro o las corruptelas y sin embargo ser imparcial -es decir, examinar las circunstancias y dar la razón a unos u a otros, sin apriorismos ni demonizaciones absolutas-.
Necesitamos la política para poner coto a los abusos e incorrecciones del propio ejercicio de la política. Es responsabilidad de todos superar este duro contexto, porque si recurrimos solo al descargo de la energía negativa, a la bronca externa sin un ápice de autoexamen ni de autocrítica personal, difícilmente lograremos quemar etapas hacia el comienzo del final de este oscuro túnel. La asunción de corresponsabilidad no exime a nadie de culpa y es además el comienzo de un trabajo solidario, conjunto, en auzolan, orientado en la buena dirección. La rebelión cívica debe implicar también no eludir nuestra propia responsabilidad como ciudadanos, aprender de los errores, abandonar tentaciones apocalípticas y potenciar hábitos de deliberación democrática entre la ciudadanía y la política, sentir de nuevo a esta como parte de nuestra propia sociedad, apreciar la política no como una actividad usurpadora de nuestra soberanía sino como cotitular de la misma.