RODEADOS de energía negativa, nubladas nuestras expectativas de futuro por el monotema de la crisis, que lo invade todo, emerge de nuevo en la política vasca el debate en torno a nuestro futuro estatus relacional con el Estado español y nuestra interdependencia, más que independencia, dentro de Europa. Para muchos reabrir esta cuestión es de nuevo aburrir con viejos problemas sin solución, ahora hibernados forzosamente por el arrinconamiento de todo debate que no tenga algo que ver con la prima de riesgo o la austeridad.
La red pelágica de la crisis se lleva por delante todo lo que no sea parte del tecnocrático debate en torno a cómo enfocar la salida a esta dura crisis. Y este enfoque es perverso, porque no cabe disociar una cuestión de la otra. Sobre todo ello, y sobre identidades y diversidad en la UE se debatió extensamente en el marco de un seminario auspiciado y coorganizado por la fundación Sabino Arana y por el IED (Institute European Democrats).
Hay una dimensión ad intra y otra externa de este debate. Siempre se aporta más músculo épico cuando se busca un enemigo externo, alguien contra el que volcar frustraciones, malestares, indignación y cabreo, porque esta vía de energía negativa sirve como analgésico social pero no resuelve el problema de fondo. Es cierto que la peculiar concepción y cultura democrática de los gobernantes españoles se muestra cicatera y corta de miras cuando se trata de abordar el acomodo de nacionalidades históricas como Euskadi o Catalunya dentro del confuso, ambiguo y obsoleto andamiaje competencial de la Constitución.
Es cierto que quienes crearon ese artificioso y artificial sistema autonómico de reparto y distribución del poder político en España lo elaboraron pensando más en poner un dique, un freno a las aspiraciones competenciales y de autogobierno vascas y catalana que en otra cosa. Y es cierto, también, que quienes construyeron ese sistema y lo extendieron por arriba, para igualar falsamente todo el sistema y fagocitar así toda evolución orgánica de estas naciones vasca y catalana que coexisten con la española, pretenden ahora la involución del propio sistema bajo la inveterada invocación de la temida crisis.
Todo eso es claro. Pero el amianto, el veneno que consume nuestras aspiraciones de autogobierno y que gripa el motor de la construcción nacional no radica realmente ahí. El problema lo tenemos dentro de casa, en nuestro País, en Euskadi: somos una sociedad invertebrada, fragmentada hasta el extremo, con la cultura del agravio interterritorial exacerbada tras años de inmaduros y simplistas maniqueísmos entre vascos alaveses, guipuzcoanos y vizcaínos. Somos una sociedad fracturada en lo político, quebrada también en la concepción de unos mínimos en torno a nuestro futuro. Si nos regalasen las llaves de nuestra independencia, ¿qué haríamos con toda nuestra mochila de problemas internos? ¿Qué modelo social, qué modelo de desarrollo industrial y de sociedad? ¿Qué modelo educativo? ¿Qué forma de convivencia articularíamos entre culturas tan diversas y tan alejadas del consenso de mínimos?
Nos invade un virus tribalista, no parecemos haber superado esa época histórica que Goyo Monreal nos describía tan brillantemente en sus clases sobre nuestra Vasconia: caristios, várdulos y autrigones...siempre mirando hacia dentro, endogámicamente, en lugar de quitarnos las anteojeras y abrir la ventana al aire fresco del necesario acuerdo. Y no vale decir, aunque buena parte de la responsabilidad les competa, que la clase política no sabe ni quiere ponerse de acuerdo, que vive cómoda en el desenfreno del debate y de la bronca. Es cierto, pero no es suficiente para explicar nuestro letargo, nuestro complaciente sueño del que debemos despertar antes de que sea demasiado tarde: también la sociedad, nosotros, los ciudadanos, hacemos poco por romper esas fronteras entre colectivos, entre culturas diferenciadas.
Alguien debe tomar el timón de la ilusión, de lo positivo, de la construcción... esta legislatura, que traía aires de renovación y de refundación de cultura política ha vuelto por los fueros del enfrentamiento y la discordia. Eso descorazona, desilusiona. Y necesitamos creer en una ilusión, en un proyecto compartido. Si ni nosotros nos ponemos de acuerdo... ¿cómo avanzar frente a quien desde fuera se regocija viendo como aquí cuestionamos hasta nuestra propia existencia como sujeto político?