A menudo el sepulcro encierra más de un corazón en un solo ataúd. Es lo que ocurrió ayer en Repelega, donde una familia llora y yace, muerta para toda la vida. La violencia estalló primero en la cabeza de un adolescente y, más tarde, sobre los cuerpos de su madre y de su hermano pequeño. Tras la confesión del asesino se busca el arma homicida y un por qué. ¿Qué más da la causa? ¿Acaso aliviará el punzante dolor que ha causado?

Es legítima, eso sí, la sospecha de que el sangriento crimen fue cometido a sangre fría, con el cálculo perverso de quien mata un día antes de cumplir los dieciocho. ¿Es por ello menos espeluznante su crimen, menos deleznable y terrible el rapto homicida, el trágico parricidio...? No, por supuesto que no. Pero la Ley levanta un muro de silencio sobre las atrocidades cometidas por los menores de edad, ofreciéndoles la misericordia, si es que puede llamarse así, que ellos no tuvieron.

Ismael ha actuado en el nombre del mal en esta crónica cruenta. Quiere una cruel coincidencia que este nombre hebreo significa "Dios me escucha"; justo él, quien ciego de ira, no prestó atención a su conciencia. Cuántas muertes más serán necesarias para darnos cuenta de que ya han sido demasiadas, lloraba Bob Dylan, harto de tanta violencia. No se sabe aún, pero una premonición me susurra que la muerte abre la puerta de la fama y cierra la del odio y la envidia.

Ante tanta muerte violenta emerge una terrible narración de Voltaire que no viene mal reproducir para golpeo de nuestra conciencia. "Había entre los salvajes", dice el escritor francés, "una mujer de color ceniciento como sus compañeros; le pregunté por medio del intérprete que les acompañaba si ella había comido alguna vez carne humana; me respondió que sí, muy fríamente y como si se tratase de una pregunta corriente. Esta atrocidad, tan repulsiva para nuestra naturaleza, es sin embargo mucho menos cruel que el asesinato. La verdadera barbarie es matar, y no disputar el muerto a los cuervos o a los gusanos".