He estado estos días observando los niveles de mi autoestima. y nada. Ya me lo imaginaba, pero como Zapatero y toda su tropa ministerial habían anunciado que la victoria de la roja ejercería una especie de efluvio mágico en el común de los ciudadanos pues estuve atento, a ver si por un casual.

Reconozco mi absoluta insensibilidad hacia el asunto, pero seguí buscando sus huellas. Le pregunté a un conocido de Burgos, rojo, de la roja y en paro. ¿Qué?

Nada, me respondió. Ni curro, y ni sombra de curro. No te preocupes, le dije, que el fenómeno de la reactivación anunciada por el coro celestial del Gobierno a causa de la selección española lleva cierto tiempo, añadí, y de repente sentí un sonrojo enorme, y me toqué la nariz, por si me había crecido.

O sea, que en cierto modo también había caído enzarzado en este bucle pueril (de ahí que aparezca Pinocho en el cuento) que los demagogos de guardia al servicio del poder habían fabricado a causa de un puñetero partido de fútbol.

Recobré la cordura al comprobar que muchos de los que pusieron el grito en el cielo criticando la brutal prima de 600.000 euros que han recibido cada uno de los 23 jugadores del equipo español por ganar el Mundial de Sudáfrica, récord absoluto jamás alcanzado por cualquier selección en tiempo alguno, afirman ahora que el descomunal premio está justificado. Que todo ese dinero, ganando en un continente donde la gente muere de hambre, es una fruslería en comparación con el enorme rédito que obtendrá la marca España por todos los rincones de la Tierra por arte de la hazaña balompédica. Nada. Ya no hay ni asomo de quienes pedían algún gesto altruista a estos mozos rebozados de gloria, que antes eran ricos y famosos y ahora son aún más ricos y más famosos.

Pero sobre todo recobré la indignación por un fenómeno colateral, una rueda de prensa que el pasado martes dieron los de Esait para otra cosa y en la que se encontraron con una incómoda y al parecer perturbadora pregunta: qué opinión tienen sobre los ataques en Euskadi contra personas por el hecho de celebrar el éxito de la selección española. Después de divagar sobre la cuestión, su portavoz, Martxel Toledo, afirmó: "En este caso en especial no tenemos valoración alguna al respecto".

Reconozco que me causó auténtico pasmo semejante alarde de insensibilidad hacia ciudadanos agredidos por ejercer la libertad personal, gusten o no las causas que desatan sus jolgorios y alegrías, en vez de proferir un rechazo absoluto hacia cualquier acto de violencia. Y me pregunto, ¿y si el apaleado es un negro?, ¿habría una condena explícita?, ¿y si el agredido lleva la camiseta de la selección de Euskadi?, ¿y si tiene la de Euskal Herria? ¿tendrían estas personas alguna valoración al respecto?, ¿a quién recuerda estos tics nerviosos que espontáneamente brotan en ciertos colectivos que todos conocemos para no condenar la violencia si ésta viene de quien todos sabemos?

El éxito de la selección española también ha servido para reactivar el debate sobre el legítimo derecho que asiste a Euskadi o Catalunya a competir internacionalmente con sus propios equipos, como hacen de forma tradicional, civilizada y natural en Gran Bretaña, por ejemplo.

A la espera de que dicho debate pueda alcanzar mayores honduras y sosiego, lo único cierto es que Euskadi ya no tiene ni la oportunidad de disputar partidos, aunque sean amistosos, gracias mayormente a los chicos de Esait, tan sensibilizados como están por la supervivencia del quebrantahuesos y las cuestiones semánticas (o se llama Euskal Herria o nanay de la China).