Después de diez derrotas consecutivas, que se dice pronto, el Athletic ha logrado vencer al Real Madrid, como en los viejos tiempos, cuando saltaban chispas con cada reencuentro de estos dos eternos rivales.
La afición rojiblanca está que trina de alegría, pues la victoria está cargada de simbolismo. Sirve para cerrar con solemnidad y definitivamente un lustro desolador, probablemente el peor en toda la historia del club bilbaino, marcado el escalofrío que provocó la amenaza auténtica del descenso. Durante este maldito quinquenio el Athletic no ganaba al Madrid, pero tampoco al Almería. Encerró su leyenda en un relicario, San Mamés perdió su poder intimidatorio y la hinchada, la memoria. Salvar la categoría se convirtió en el único aliciente posible, miserable condición bajo la cual se perdonó hasta lo imperdonable.
Paciencia infinita tuvo la afición rojiblanca, por eso el sábado estalló como nunca de alegría: el Madrid engolado, la galaxia en pleno hincaba la rodilla en San Mamés, como en los viejos tiempos. Recobró la hinchada su pedigrí, el prurito de bilbaino fanfarrón y hasta el mito de los once aldeanos, pues Koikili no se arredró ante Ronaldo y encima le echó la bronca por echarle cuento.
Ahora bien, para comprender semejante sortilegio habrá que recurrir a razones insondables que a la razón escapan, los inescrutables designios del Señor. La victoria del Athletic fue amasada con fe, pero sonó a casualidad tan grande como un templo, reconozcámoslo, en cuyo altar habrá que colocar la recia figura de Iraizoz, el inconmensurable portero que desquició al Madrid con su inspiración divina.
También a Llorente, autor del único tanto, y sobre todo a Toquero. En un partido cargado de alegorías, el bravo delantero gasteiztarra marró en los primeros compases del encuentro un gol cantado. Chutó el balón ciego, con violencia, en vez de golpearlo con sutileza, como hubiera hecho Kaká en parecidas circunstancias, según corresponde a un fenómeno brasileño, cumbre del fútbol mundial.
Y sin embargo Kaká acabó palideciendo ante la egregia estampa de Toquero. Uno trotaba con la elegancia de Armani. El otro galopaba desbocado por todo el campo. Aparecía por todas partes, como si tuviera el extraño don de la ubicuidad. Defendía arriba, presionaba abajo. Toquero, mosca cojonera, acabó extenuado y, cuando fue sustituido, ovacionado. El ser más humilde del partido acabó convertido en un gigante, el referente de la gran virtud desplegada por el equipo: la generosidad en el esfuerzo, las ganas de ganar. Perdidos los miedos de antaño, acaba definitivamente a una época tenebrosa y empieza otra, cargada de esperanza, con el espíritu competitivo de antaño aparentemente recobrado.
Dicho lo cual la afición ya conoce, y los jugadores saben, que a partir de ahora no hay otro horizonte que Europa, con la consiguiente responsabilidad contraída. Lo dice la clasificación. Lo muestran los números.
Es lo que tiene ganar al equipo de Kaká, Balón de Oro 2007, ferviente cristiano; y el de Cristiano, Balón de Oro 2008, ferviente de sí mismo, o sea, un narcisista enorme que puso su mejor predisposición, tino y empeño, pero ni por esas.
Kaká teme a Dios, pero no cree en los santos. Así que San Mamés le es ajeno, y sus milagros, como el vivido el sábado en La Catedral, que ha removido las entrañas rojiblancas y recuperado el eco del pasado.
El Madrid, reconstruido por Florentino Pérez con megalomanía, sufrió una lección de humildad absoluta y se acordó de Higuaín, el ausente, comprobada la impotencia de Benzema, Raúl o Xabi Alonso para sojuzgar el tesón defensivo del Athletic y la absoluta eficacia.
Después de observar al Madrid y compararlo seguidamente con el Barça se llega a una conclusión: superada su caraja inicial, el equipo merengue demostró que es un equipo bien armado. Presiona con orden y criterio, y recupera con facilidad el balón, entre otras cosas porque el Athletic se lo entregó sin rubor alguno, confiando en Iraizoz, San Mamés, su brega defensiva y un golpe de suerte. Acredita pegada, pero aún le falta afinar la orquesta.
El Barça, en cambio, tiene todo eso y además suena a sinfonía. La buena suerte también tiene fecha de caducidad, y al Sevilla y Palop no le duraron más allá de su sorprendente gesta copera. El Barça arrolló al conjunto andaluz con un fútbol letal para el rival, puro veneno, pero capaz de emocionar al más exigente y neutral de los aficionados.