Sua quiere decir, en la lengua vasca, el fuego. Podría ser el nombre de muchas cosas, pero es el nombre que le puso la familia a una cachorra diminuta recién parida por su madre, que se llamaba Beltza (negro). Nació en el caserío, de padre desconocido, aunque siempre he creído que era uno de los perros del caserío de al lado. Mimada como un bebé caprichoso. Su dueña la eligió entre toda la camada, porque era distinta a los demás a primera vista. Después de amamantarla su madre tres meses, la trajimos a Iruñea y aquí ha vivido hasta la muerte como la reina de la casa. 

Yo siempre he pensado que me leía el pensamiento y que se alimentaba de la vida con la mirada. Era pura vida. De pequeña corría como las liebres y driblaba en plena carrera ante los perros más veloces y se paraba cuando ya no podían con ella. Se ganó la simpatía de todas las tiendas del barrio y le daban totos para perros y hasta un fraile venerable y sabio le compraba magdalenas y se las desmigajaba para que comiera. Sua se hacía querer y era muy cariñosa con todo el mundo. 

Todos y todas la celebraban y hasta en una ocasión, un gitano del barrio, acompañado de toda su familia, pidió precio porque quería comprarla. Lista como el aire. Cada día nos acompañábamos en los paseos al parque. Era la perrica de la casa y de los vecinos de enfrente. Los años no le perdonaron, como a todo el mundo y fue haciéndose mayor, cumpliendo años y viviéndolos, y por desgracia, hace unos pocos días se ha marchado a descansar para siempre, por consejo de la veterinaria.