Todas lo tuvimos claro cuando vimos las imágenes de Rubiales abalanzándose sobre Jenni Hermoso; nuestras reacciones eran viscerales, molestas, altas y claras.

Reacciones que no gustan, las de malas feministas, las que traen detrás ese “¡ay chicas como os tomáis todo, ya no se puede hacer o decir nada, pobre hombre, ¡si tiene hijas!”

Nuestra reacción como mujeres fue tajante, no titubeamos, ni necesitamos escuchar versiones. Nos quedamos pegadas a la tele y sabíamos sin duda lo que era aquello. No era un besito fraternal, ni consentido, ni de colegas. A las cosas hay que empezar a llamarlas por su nombre: aquello era una agresión sexual, era abuso de poder, y probablemente fuera la punta del iceberg.

También reconocimos ese “quedarse tiesa” en el momento y el “por la paz un ave maría” de minutos después.

También supimos que cuando la cosa reposa comprendes, reconoces y duele más aún.

Rubiales es ese compañero de trabajo, de izquierda progre, militante incluso o activista de alguna causa solidaria, que cuando te da un abrazo posa su mano en tu culo, o en el “casi culo”, por sistema.

Rubiales y toda la panda de señoros que le aplaudían son ese jefe o compañero que se te acerca demasiado en espacios pequeños, o que te coge de la cintura sin ninguna necesidad cuando pasa detrás de ti. Son ese amigo de tu padre o de tu madre que siempre te miró “raro”. Esa caspa de hombres son el motivo de no hacer topless en algunas playas, o el motivo de ponernos siempre sujetador por lo incómodas que nos hacen sentir sus miradas turbias. Son el profesor por el que dejaste de ir a alguna clase o el tendero por el que dejaste de consumir en algún comercio.

Todas lo tuvimos claro Jenni, porque todas hemos estado ahí alguna vez. Es gravísimo.

Es gravísimo pero estamos aquí, las malas feministas estaremos siempre de frente cogiéndonos de la mano. No pasarán.

Se os ha acabado el chollo cabrones.