Se quejaba el Papa Francisco de que el Diablo ha aparecido en la Iglesia, la multinacional más antigua del mundo. Algunos ingenuos pensaban que el Diablo y esos espacios telúricos habían sido ya superados por los avances de la teología desterrando la idolatría como método para provocar el terror para estimular la búsqueda de la verdad. A no ser que llame Diablo a los cardenales del Vaticano, a curas pederastas, a obispos que les protegen, que inmatriculan a su nombre propiedades sin dueños conocidos, a nuncios y cardenales del cuerpo diplomático más maquiavélico e injusto de esta sociedad secularizada. Ciertamente la voluntad del Papa de airear a la iglesia para que se renueve y entre de nuevo el Espíritu es saludable y volver a las fuentes del Evangelio. Se trata de que la iglesia se desprenda de las adherencias materiales acumuladas a lo largo de su historia que ha supuesto la traición a la doctrina de Jesucristo. La Iglesia católica no puede pretender seguir dando la imagen triunfante aduciendo la salvación del género humano, cuando en su historia ha participado en guerras, impuesto la fe a sangre y fuego, manteniendo tribunales como la Inquisición que condenaban al tormento a quienes se desviaban de la fe oficial impuesta desde la Curia de Roma.