Al salir de clase iré a casa, activaré internet en mi móvil y consultaré mis novedades en las redes sociales. Después me dedicaré a cumplir con mis tareas, aunque entretanto no dejaré de sentir algo de impaciencia mientras deseo terminarlas y volver a estar conectada. Por la noche mis padres me reprocharán que paso todo el día pegada al móvil, y a pesar de que mi caso no sea tan grave como muchos que veo en mi entorno, no les faltará razón.

Y es que últimamente, muy a nuestro pesar, la tecnología se está apoderando de nuestra vida personal. A mi edad (y aprovecho para decir que nací en 1997, es decir, justo en esa temporada previa a una era tecnológica) no hay relación amorosa sin WhatsApp, ni amistad que valga sin tener fotos retocadas subidas al Tuenti o Twitter. Pasar un día sin móvil u ordenador es casi un sacrificio para nosotros y nosotras; nos sentimos perdidos, incomunicados.

Además, mi generación no es la única que ha caído presa en esta tela de araña que es internet. Personas adultas, incluso niños de las edades más tempranas (por cierto, yo a su edad jugaba con muñecos) están cayendo en esa práctica adictiva, sin apenas darse cuenta de que esos aparatos manejan hasta su vida íntima. Ah, tienen unos móviles bastante más caros que el mío. Y luego estamos en crisis.

Itxaso León Kareaga