Fue hace 80 años cuando los soldados soviéticos echaban abajo las puertas de Auschwitz-Birkenau y retrataban el horror del genocidio perpetrado por el nazismo. El Holocausto judío lo fue también de gitanos y otras minorías étnicas en los territorios ocupados por la Alemania nazi; de opositores, imperfectos y enemigos del Estado a los que se les negó ser seres humanos.

Toda barbarie tiene un razonamiento que pretende dotarla de, llamémosle, coherencia. A la “solución final” se llegó porque a los judíos les atribuyó el nazismo la responsabilidad de promover y extender el capitalismo y el comunismo, regímenes que impedían que las razas superiores medrasen como merecían. La guerra era una necesidad imperiosa porque el derecho natural les confería la obligación de hacerse con el espacio vital a costa de las razas eslava y asiática; inferiores y usurpadoras mediante esos inventos de la igualdad de los hombres, los derechos y los tratados de paz.

Hoy no hace falta una teoría filosófico-política tan elaborada. El delirio solo necesita un meme y una red social que lo difunda. Espacio vital y seguridad son lo que justifican la guerra para los sionistas radicales, yihadistas o nuevos imperialistas en Rusia. La raza superior ordena su adn en dólares mientras evoluciona a bitcoins, pero también esgrime el mandato divino de perseguir a las inferiores, a las minorías que reclaman derechos y a desmontar los tratados internacionales. Porque obstruyen el enriquecimiento de una vanguardia que nos pone a mirar a Marte, como mejor modo de perder de vista las amenazas vitales que tenemos delante de nuestras narices. Como hace 80 años, intuyo que alguien echará abajo estas alambradas algún día y de ella emergerán escuálidos los despojos de una ética humanista. Pero no aseguro que lo primero que hagamos no sea buscar a quien hacerle lo mismo para sacarnos la espina. l