MIS abuelos por parte de padre se trataron siempre –al menos, desde que tengo eso que se llama uso de razón– como “viejo” y “vieja”. No había atisbo de insulto, agravio o menosprecio en ello, sino acogedora familiaridad. Quizá por ello no tengo problema alguno en utilizar la palabra viejo pese a que ahora está proscrita en el lenguaje socialmente correcto. No comparto esa apostilla tan recurrente de que “viejos son los trapos” o las cosas, pero no las personas. Los seres humanos pasamos por distintas etapas a lo largo de nuestra vida, entre ellas la vejez –sí, ¡existe!–, un término que me parece entrañable. Ahora ya no se habla de viejos, sino de mayores. Mejor: de personas mayores. Allá cada cual. Prefiero que me llamen viejo a que me espeten lo de “mayor”. Si “viejos” son los trapos, “mayores” son los números, los militares y las catedrales. Ernest Hemingway escribió El viejo y el mar, pero si hubiese tenido que titularla La persona mayor y el mar, me temo que no le hubiese salido precisamente una novela para ganar el Pulitzer y atrapar a generaciones de lectores. De todas formas, el contexto en estas cosas siempre es esencial. Lo viejo es mucho más que algo o alguien caduco, inservible o ajado. Decimos el Casco Viejo, la Parte Vieja, Lo Viejo, Bilbao La Vieja. No es lo mismo un árbol viejo que el viejo árbol. Una casa vieja que la vieja casa. Un molino viejo que el viejo molino, como cantaban Xabier Lete y Lourdes Iriondo en la preciosa Errota zahar maitea: “Ni ere triste nabil zutaz oroitzean”. ¿Y qué me dicen de El Viejo Profesor, sea cual sea el nombre en que están pensando? O el viejo lobo de mar. Ah, y la maravilla de los libros de Viejo. Da la impresión de que la fobia al término tiene que ver más con el miedo que infunde que con su significado cabal. Eso se llama tabú. Pero no me hagan mucho caso, uno ya va entrando en años e igual todo esto no son más que cosas de la edad. Al fin y al cabo, sabe más el diablo por viejo que por diablo ¿O era por mayor?