SE dice que una mentira, por repetirla mil veces, nunca se convertirá en verdad. De acuerdo, pero no podemos negar que la insistencia en una idea, por absurda que sea, cala en el imaginario colectivo y, si bien nunca será cierta, terminará convirtiéndose en algo generalmente asumido por todos. De esas afirmaciones hay una que me llama especialmente la atención: es la que consiste en repetir, con argumentos tan machacones como simples, que sobran universitarios, que hoy cualquiera va a la universidad y que, a lo mejor, deberíamos reformular la educación superior para que “vuelva a ser un espacio para los mejores”.

Da que pensar que quienes sostienen este tipo de afirmaciones suelen ser, por lo general, personas con formación universitaria, y puede que algún máster, que siempre creen que son otros los que deben renunciar a la educación superior y nunca consideran que a lo mejor son ellos mismos los que, de introducir esos nuevos criterios, sobran en la universidad. Es curioso que en estos tiempos en los que se ha manoseado tanto el término de “el síndrome del impostor”, se haya generalizado con una facilidad que asombra el hecho de pensar que uno forma parte de los mejores; un grupo que, por definición, se reivindica en contraposición a los demás o, al menos, a una parte de ellos.

Merece también un comentario a parte ese “vuelva a ser”. Como si alguna vez lo hubiera sido. Pensar que la universidad fue un día un foro para la excelencia tiene algo de nostalgia y mucho de cerrar los ojos ante una realidad, que siempre fue un lugar para los hijos de aquellos que lo podían pagar. Tal vez ambas estén más relacionadas de lo que pueda parecer, y es que una de las principales características de la nostalgia consiste en echar de menos una época que no sucedió o no al menos como nosotros la queremos recordar.