UBRIR los actuales 57 kilómetros del canal de Navarra con placas solares. Casi nada. Ha pasado ya casi un mes desde que los consejeros José Mari Aierdi e Itziar Gómez presentaran el proyecto y me asombro del escaso debate generado por la noticia en un momento en que el precio de la luz bate récords y las fuentes de energía ocupan la centralidad de la agenda planetaria.

No quiero pensar que el hecho de que la propuesta provenga de la parte euskaltzale del Gobierno -ambos miembros del ejecutivo foral pertenecen a Geroa Bai- tenga que ver con ese silencio, como mínimo extraño. El canal de Navarra es hijo del pantano de Itoiz, uno de los proyectos más polémicos en Nafarroa desde el punto de vista medioambiental y territorial. Hoy, 20 años después de ser levantada, no podemos olvidar que los beneficios que la presa ha traído a la agricultura y consumo de las tierras bajas se sustentan en la agudización del despoblamiento de las altas y en la inseguridad en las localidades situadas a sus pies.

La brecha que dibuja el canal de Navarra en la geografía de esta comunidad es también la de una opinión pública dividida, y la de una imposición, aunque fuese la de los más sobre los menos. Hacer de la necesidad virtud y convertir esa cicatriz en algo que beneficie a todos la población navarra -sobre todo a la que más perdió- podría ser una forma de aliviar las heridas, ya que no cerrarlas. Intuyo que el proyecto tiene todavía bastantes cabos sueltos y un recorrido largo, pero sus posibles beneficios son innegables.

Hacer de un espacio difícilmente recuperable para el medio ambiente una fuente de energía pública, a priori, parece una idea imaginativa y eficaz en un momento en que estas escasean. La prefiero a todos esos megaproyectos que, con la excusa de las renovables, pretenden cubrir de placas y molinos de viento espacios y paisajes esenciales en nuestra geografía. Con la brecha del canal ya tenemos suficiente.