UCHOS están vivos. Tendrán hijos, acariciarán y abrazarán con ternura a sus nietos. Cobrarán una pensión. Votarán. Habrán participado, sido testigos o conocido de casos que han provocado víctimas mortales o damnificados con secuelas físicas y psíquicas de por vida. Pero callan. Siguen callados.

El Gobierno vasco ha reconocido a las primeras 35 víctimas de abusos policiales entre 1967 y 1985, pero hay muchos más expedientes abiertos, y otros que nunca verán la luz por miedo o porque ya no hay nadie para denunciarlos. La mayoría de ellos son casos de gravísimas torturas y pocos tienen relación con ETA. Pero los implicados o quienes han conocido directamente de estas terribles e inhumanas prácticas mantienen su silenio. También las instituciones del Estado "democrático de derecho".

Estamos en tiempos de relatos. La sociedad exige la verdad, las verdades, de lo que sucedió. De todo lo que se hizo, de lo que hicimos o no hicimos. Y exige autocrítica, el reconocimiento del daño causado, del silencio cómplice o de la mentira encubridora. Quiere oír decir que matar, asesinar, torturar, amenazar está mal y siempre estuvo mal. Por la convivencia, decimos. Para que nunca más vuelva a suceder. En los cuartelillos y en las comisarías, pero también en los juzgados -sí, señores magistrados, fiscales y forenses- o en los hospitales -sí, doctores- hubo mucha gente que supo lo que pasaba, que lo vio o lo comprobó con sus propios ojos, pero echaron la vista para otro lado. Y sí, también hubo comprensión y complicidad en buena parte de la ciudadanía española. Y eso también hay que decirlo. Que hablen, que salgan a la palestra, que reconozcan su grado de responsabilidad o conocimiento. Que al menos digan la verdad de lo que pasó. Las víctimas de torturas y abusos policiales también lo merecen. Y la sociedad vasca y española, la justicia y la democracia, también.