Es la Pascua de la pandemia, pero dime: ¿no brota toda Pascua de alguna pandemia convertida en travesía fecunda, del arte de revertir el veneno en vacuna, la pasión en parto, la pérdida en libertad, el egoísmo en compasión, el yo en nosotros? Es la Pascua del confinamiento, pero observa: en el silencio de tu casa cerrada resuena y se revela el universo infinito, todo se abre. Es la Pascua de la alarma general, pero créeme: la Paz lo sostiene todo y lo fecunda, a pesar de todo.

Es la Pascua o el Paso de Jesús, que es mi manera de decir todas las pascuas: todas las cruces, todos los cantos, el respiro profundo de todos los seres, de todas las mujeres y hombres, de toda la tierra, de todos los astros, desde el primer cuanto de energía hasta la última galaxia. Todo y más allá de todo. Pero advierte: cuando digo Jesús, no me refiero al hombre divino y humano, sino al hombre divino en lo humano, como tú y como yo en la medida, humilde medida, en que somos de verdad humanos, humildes, hermanos. Jesús lo fue, sin tener que ser perfecto.

En su corta, intensa vida, conoció muchas pandemias: la miseria de los campesinos asfixiados por las deudas, enajenados de sus tierras por ricos latifundistas; la opresión romana, los impuestos abusivos de Herodes y del templo, el hambre y las enfermedades y la desesperación violenta del pueblo empobrecido. Y de esas pandemias hizo Jesús que brotara la vida, como brotan las yemas en las cepas dormidas. Se volverán sarmientos cargados de racimos y, cuando den su fruto, se dejarán podar. Pasó la vida haciendo el bien, denunciando el mal, curando heridas, comiendo con gente impura, arriesgando la vida ante el Pretorio y el Templo, dando su vida hasta exhalar su último aliento, uno con el Aliento primero, inmortal de la Vida.

Fue crucificado por su vida, y en su vida y en la Cruz resucitó. Lo primero es un hecho histórico, lo segundo es mi confesión cristiana desnuda, sin tumbas vacías ni apariciones milagrosas. Resucitó en su libertad profética, en su palabra provocadora, en su esperanza subversiva, en su praxis sanadora, en su comensalía transgresora, en su bondad feliz, en su bienaventuranza solidaria con todos los crucificados. Y así, el Hermano Herido se hizo, en lenguaje cristiano, primicia o anticipo, icono y sacramento, profecía y revelación de la Pascua universal. Dilo tú en tu propio lenguaje. Dilo.

Y déjame que insista: la resurrección que confieso no es una prerrogativa única y exclusiva de Jesús, sino mi manera de expresar -más allá de la ciencia y de toda filosofía y religión-, entre dudas y preguntas, como Santo Tomás o como el mismo Jesús, mi confianza última en esta pobre humanidad contradictoria, en la vida que era y será, en la Tierra que nos engendró, en el Cosmos infinito, en el Fondo del Ser, en el Aliento que todo lo anima eternamente: que todo se transforma en todo, como el grano de trigo que muere, que la llama de la vida es inextinguible, que solo el amor la mantiene encendida, que solo la bondad es invencible, que solo en la comunión universal de los vivientes hallaremos la dicha, y que podemos y merece la pena intentarlo cada día, aunque parezca que fracasamos, porque quien da la vida se hace uno con la Vida, y cada día es el primer día de la creación en que todo es bueno.

Cada día es el primer día de la Pascua, en el que Jesús se une a los incontables mártires o testigos de la vida, en medio de tanto panorama desolador, desde el fondo luminoso de sus llagas, se te acerca y te dice: "No temas. Seas quien fueres, estés como estés, creas o dejes de creer, acoge la Paz que te recrea, que todo lo crea. La Paz que hace que las criaturas se desahoguen y fluyan en el amor y se vuelvan cada una un sostén para la otra: compasión, proximidad, compañía. Entra más adentro y ensancha tu presencia. Más adentro, hasta abrazar el secreto de la Vida en su centro universal.