AS actuaciones de los poderes públicos durante el fin de semana dejan un terreno de juego social con heridas abiertas. En estado de alarma, de emergencia sanitaria o de lo que sea, el fondo de la cuestión es que, llegados al punto de la necesidad social de afrontar un riesgo compartido, el civismo hay que imponerlo. Y es una muy mala señal. Lo es que nos encontremos ante quien haya considerado que las expectativas de confinamiento fueran un banderazo para unas inesperadas vacaciones. El éxodo a las segundas viviendas, la traslación de las terrazas ociosas de los centros urbanos a los de veraneo nos retrata y nos saca desfigurados. El asalto literal a los centros comerciales y supermercados trasciende el mero temor natural a lo desconocido o la desconfianza -también por desconocimiento- del sistema de distribución de artículos de primera necesidad y alimentos. Las redes sociales han sido, de nuevo, el eje de difusión de la alarma y de la protesta; de la propagación de un pánico que siempre es inútil y obstaculizador y de las quejas por las actitudes incívicas de los demás. Porque estas, las actitudes incívicas, siempre son de los demás. En consecuencia, se han llegado a escuchar y leer reproches a los poderes públicos porque no nos hayan metido en cintura con una contundencia que solo ofrece el monopolio de la represión del que disfrutan en democracia. Es una triste conclusión añorar la radicalidad del régimen chino en sus medidas y criticar el celo democrático de los nuestros. O quizá sea peor descubrir la inmadurez social que nos lleva un día a reprochar la inmiscusión del Estado en la vida privada y al siguiente a exigirle que nos imponga responsabilidad manu militari.