QUIZÁS, a pesar de los ríos de tinta de los últimos días, Catalunya sea como el coronel de García Márquez y no tenga quien le escriba, quien lo haga con lucidez suficiente para construir puentes.

Al menos, eso parece viendo el contraste de imágenes de la última semana, en especial las del viernes: de un lado, miles de personas que de manera democrática, pacífica, modélica, marchan en protesta por lo que creen una sentencia injusta; a otra hora, un puñado de cientos violentos, más turba irracional que manifestantes. Haría mal el constitucionalismo quedándose solo con la segunda imagen. Y harían mal los independentistas quedándose solo con la primera. O tienen un panorama completo de lo que está ocurriendo o errarán en su diagnóstico y por tanto en la terapia.

Llevo en Nafarroa los últimos 38 años, con la salvedad de cinco que pasé precisamente en Catalunya. Antes, durante 33, lo hice en Madrid. Conozco con bastante precisión las tres almas. Aquí viví los tiempos más duros del denominado “conflicto vasco”, una parte importante desde puestos institucionales, que sufrí en primera persona: once años con dos escoltas día y noche y dos intentos de asesinato. Sentí el zarpazo de esa violencia muy cerca, a veces demasiado cerca, también la presión de la irracionalidad, de los extremistas que me consideraban enemigo a exterminar. Y no me gustaría que nadie lo volviera a sufrir, ni en Catalunya ni en cualquier otro lugar. Pero en esa vorágine de odio y confrontación aprendí también a ver al otro, a entender sus ideas, a palpar su sufrimiento. Entendí que solo desde el diálogo y la negociación era posible solucionarlo. Con imaginación, audacia y dosis enormes de generosidad y empatía.

Hubo un arduo trabajo de construcción de puentes por los que pudiéramos comunicar las dos orillas de aquel río de aguas turbulentas, hoy afortunadamente remansado. Fui de la mano de uno de los artífices de que aquella locura acabara, Enrique Curiel, y también con Odón Elorza, Gema Zabaleta, Koldo Méndez, Jesús Eguiguren, Ernest Lluch o Juan Mari Jáuregui. Los dos últimos, paradójicamente, fueron asesinados por un sector de aquellos con quienes intentábamos comunicar. Para aquellos puentes necesitábamos encontrar también en la otra orilla gentes que los hicieran desde su lado. Jonan Fernández, Paul Ríos, Patxi Zabaleta, Pernando Barrena e incluso, en el tramo final, cuando fue consciente de que la violencia no conducía a ningún lado, el propio Arnaldo Otegi. Fue un trabajo arduo, discreto, complejo, con incomprensiones, riesgos e ingratitudes pero se levantaron puentes robustos construidos sobre las ruinas de los que demasiadas veces se dinamitaron. ¿Existen en Catalunya ahora gentes que estén colaborando a construir esos puentes de comunicación?

Probablemente, incluso puede ser que alguno desde la cárcel. Catalunya hoy es un polvorín que las gentes sensatas de ambas orillas no pueden ni deben dejar explotar. Observar las imágenes de Gabriel Rufián increpado por los suyos, acusado de “botifler” (traidor), indica gráficamente la deriva en la que el independentismo ha entrado. Crear organismos como los CDR y el Tsunami democrátic sin ningún control ni línea de comunicación con los líderes políticos, tiene el peligro de que se vaya de las manos y desborde lo institucional, a los propios partidos, incluso a organizaciones clásicas como Omnium y ANC.

Tener como president a un irresponsable como Quim Torra, que actúa a los dictados de un enloquecido Puigdemont, no ayuda a destensar la situación. Que durante toda la semana se haya negado a condenar los actos vandálicos indica que es más activista que president.

La contradicción de animar a los CDR a “apretar” y ser al mismo tiempo el jefe de los Mossos que luego lo evitan resulta kafkiano. Todo deriva en que ahora se viva en Catalunya una situación casi insurreccional extremadamente peligrosa, incluso para el propio independentismo. ¿Qué hacer entonces?

Es probable que las leyes actuales resulten un corsé demasiado asfixiante como para buscar soluciones, pero existen recovecos, atajos, interpretaciones flexibles que sí pueden serlo. También el Estado debe entender que la mitad de la ciudadanía catalana no se encuentra cómoda en esta España y que se siente ignorada y agredida. Por eso urge enfrentarse a todo ello con otro talante nuevo, quizás con imaginación y audacia.

¿Por qué no explorar el artículo 92.1 de manera flexible? ¿Por qué no ser generoso con un nuevo pacto fiscal? ¿Por qué no serlo también con la aplicación de indultos después del 10-N? ¿Por qué no? ¿Catalunya no tiene quien construya puentes? Si no los tiene, busquémoslos con urgencia y consigamos que se pongan a ello. Es probable que los pocos capacitados para dialogar y entenderse sean Oriol Junqueras y Miquel Iceta, también figuras emergentes como Pere Aragonés y Roger Torrent, pese al escollo de que el primero está en prisión. Construir puentes también es que desde cada orilla se busquen y señalen referentes de sensatez y cordura en la otra. No solo entre líderes políticos sino, y quizás sea más importante, entre gentes de a pie. Porque conviene no olvidar que todo lo que está mal es susceptible de empeorar y si esta situación afecta a los resultados del próximo 10-N y la derecha extrema sube mucho... Sería dramático.