HASTA 1918, Rusia utilizaba el calendario juliano, que se retrasa trece días respecto al calendario gregoriano, el que usamos nosotros. La Revolución de Octubre comenzó entre el 25 y el 26 de su octubre de 1917, entre el 7 y el 8 de nuestro noviembre, con el asalto al Palacio de Invierno en Petrogrado -San Petersburgo-, la Palmira del Norte. La vieja Rusia azul, blanca y roja se destiñó en apenas diez días y aquellos hechos quedaron registrados para la historia como el Octubre Rojo.

William Turner, pintor inglés del siglo XIX, fue capaz de transmitir en El tren la admiración y el horror que a un tiempo producía entre las gentes de su época una locomotora a cincuenta millas por hora, que en su lienzo parecía salirse del cuadro. También era una metáfora: la caldera avivada por la mano del hombre atravesando la niebla y la lluvia, fenómenos naturales. No encuentro mejor forma de expresar plásticamente el Octubre Rojo, un tren obra del hombre avanzando enloquecido contra los desafíos y realidades del mundo. En ese tren viajó la mitad de la humanidad durante el siglo XX. En ese tren permanecen varios países incapaces de cambiar de raíles y, aún peor, suspira una parte de la izquierda, que ignora los errores y espera a que el polvo se haya posado para comentar, una vez pretérito, que “todo el mundo sabe que se cometieron errores en aquellos tiempos”. Pose típica que podemos contemplar sin necesidad de hacer un largo viaje en tren.

Lenin, a pie de andén Por las vías férreas rusas pasaban gentes y suministros, armas y combustible, alimentos, información, rumores y política. Aquellos raíles eran los nervios del poder. Un tren paró en la estación Finlandia de Petrogrado el 3 de abril ruso a las 11.00 de la noche. Lenin llegaba del exilio en Suiza después de atravesar Alemania, país enemigo, en otro tren sellado por las autoridades germanas. Esto no lo sabía la multitud que acudió a recibirle y homenajearle. Tampoco sabían que Lenin venía dispuesto a acabar con la Revolución de Febrero que había supuesto el fin de la autocracia zarista y la proclamación de las libertades civiles para los ciudadanos de Toda la Rusia. Dejó claras sus intenciones en su primer discurso, a pie de andén, anticipo de lo que se proponía hacer quien parecía hipnotizar a todos aquellos que le conocían. Lenin tenía agudamente desarrollado el sentido de cuándo y hacia dónde empujar, cómo y cuán fuerte y se puso a ello durante los siguientes siete meses, en los que tuvo como antagonista a Aleksandr Kérenski, abogado treintañero de Petrogrado que había alcanzado notoriedad por la defensa de casos políticos, ministro y presidente del Gobierno Provisional y hasta septiembre símbolo de la revolución democrática.

Kérenski fracasó en su guerra “a medias”, solo defensiva, contra Alemania. Los soldados querían regresar a casa. Incapaz de cumplir con el programa de entrega de tierras latifundistas a los campesinos ni de aprovisionar a la hambrienta población, acabó polarizando al país mientras las consignas de los bolcheviques -Paz, Pan y Tierra- se hacían hueco entre los indiferentes. “Con la desaparición de los últimos fragmentos de fe en Kérenski, llegó el pánico social y militar” (China Miéville, Octubre. Editorial Akal). En este ambiente de violencia y debilidad, Lenin llevó a cabo la campaña de insurrección.

En casa de Galina, sin Nikolái Galina Flakserman era una bolchevique casada con Nikolái Sujánov, editor de periódicos, socialista y autor de uno de los diarios más interesantes sobre los acontecimientos de aquel año 1917. Una tarde, ya otoño, Galina sugirió a su marido que mejor pasara la noche fuera de casa. No tramaba una infidelidad, al menos no una de falda y pantalones. Una vez lejos el marido, comenzaron a entrar en casa los clandestinos miembros del Comité Central del partido bolchevique. Lenin, disfrazado con una peluca, en último lugar. Era el anochecer del 10 de octubre y alrededor de la mesa del comedor se decidió el rumbo de la revolución, de Rusia y del mundo. Por diez votos contra dos, Zinóviev y Kámenev, años después ejecutados por un Stalin en apoteosis de su poder, se dio luz verde a la insurrección. La impresión que dejaba Stalin, presente en la reunión, se reduce a la definición del mismo Sujánov, quien le había descrito como un “borrón gris”. Aquel “borrón gris”, también llamado “el tren de acero”, ordenó su ejecución años después. Sujánov no perdió la honra, pero sí la vida.

Kérenski, en la sima del autoengaño, vaticinó que los bolcheviques “serán totalmente aplastados”. Pero el 23 de octubre los representantes de los soldados y marineros reunidos en el Circo Moderno, después de un vibrante discurso de Trotski, que según un observador presente desencadenó un estado de ánimo que rozaba el éxtasis, dramáticamente votaron situándose a izquierda y derecha de la sala mediante empujones y recolocaciones. El agitador y organizador de los soldados revolucionarios, actor de primer nivel de aquel golpe de Estado, se llamaba Antónov Ovyósenko; fue posteriormente cónsul general soviético en Barcelona durante la Guerra Civil y finalmente ejecutado en Moscú en febrero de 1938 por Stalin, que no quería vivo a un testigo incómodo de las maniobras comunistas durante la guerra contra Franco, quizá también debido a la heterodoxia del cónsul, de quien el entonces presidente de la República española, Juan Negrín, llegó a decir que era “más catalanista que los catalanes”. Tras aquella votación en la que la clase de tropa se ponía del lado de la insurrección, Kérenski tuvo la vaga intuición de que no todo estaba en su sitio, pero ya no era más que un vulgar carnero envuelto en zarzas y listo para la inmolación.

Horas después, cuando el 24 de octubre se convertía en 25, una andrajosa aparición se introdujo en la sala 36 del Palacio Smolni, antiguo instituto para señoritas aristócratas reconvertido en sede del Soviet de Petrogrado. Los reunidos, aturdidos, observaron que el espectro se quitaba los vendajes que le tapaban el rostro, descubriendo a un macilento Lenin que les arengaba para que tomaran el poder. Ya no había vuelta atrás. Puestos en marcha, se hicieron con el control de la estación eléctrica, dejando sin luz en aquella gélida noche a los edificios del gobierno; ocuparon la oficina central de correos y la principal estación de la capital. Y de la penumbra, navegando por el río Nevá, emergía el buque de guerra Aurora hasta llegar al corazón de la ciudad. Su tripulación era incondicionalmente radical y subversiva. El gobierno, reunido en el Palacio de Invierno iluminado por los reflectores del crucero, entró en pánico y comenzó el acabose.

Lenin se dirigió mediante una proclama A los ciudadanos de Rusia, declarando la inmediata paz, la abolición de la propiedad terrateniente sobre la tierra, el control obrero de la producción y la creación de un gobierno soviético. Era más una aspiración que una verdad. Y más un golpe de Estado que una revolución. Las grandes metamorfosis tienen un carácter épico. Y necesitan de alguien que las escriba. Ese alguien resultó ser John Reed, periodista estadounidense, simpatizante de los bolcheviques, con derecho a tumba en el cementerio del Kremlin, quien escribió sus Diez días que estremecieron al mundo, excelente crónica que adolece de situarse demasiado cerca de los acontecimientos y recientemente reeditada por Capitán Swing.

“¿Qué queréis?” Finalmente, Antónov, y detrás de él, marineros, soldados y guardias rojos, entró en el Palacio de Invierno y ante el “¿Qué queréis?” del ministro Konoválov, pregunta absurda dada la situación, contestó: “Les informo a todos ustedes, miembros del gobierno: quedan arrestados”. A las 5 de la madrugada del ya día 26, la declaración de Lenin se votó con la aprobación de los bolcheviques, socialistas revolucionarios de izquierdas, y nadie más. No importaba. El gobierno revolucionario había sido proclamado. La revolución de 1917 es una revolución de trenes. El palacio sobre ruedas del zar, donde conoció la revolución de febrero; el vagón sellado de Lenin; el tren acorazado de Trotski en la Guerra Civil contra los blancos. El tren Octubre Rojo comenzaba su arrolladora andadura hacia el experimento de ingeniería social más perturbador de la historia, dando lugar “a la medianoche del siglo”, según la definió el opositor de izquierdas Víctor Serge. Y el régimen comunista se reconocería solo por “la palidez del rostro, el temblor de las manos, las conversaciones en voz baja, el silencio, la apatía, la costumbre de cerrar las ventanas, la desconfianza para con los vecinos y la afiliación masiva al partido detestado” (Adam Zagajewski, Dos Ciudades, Acantilado).

En cierta ocasión, Bismarck, el estadista y padre del militarismo alemán, había dicho: “El vencedor no le deja al vencido más que los ojos para que así tenga con qué llorar”. Pero lo que estamos contando ocurrió en Rusia y allí se dice que” Moscú no cree en las lágrimas”, expresión utilizada para manifestar la inutilidad de los lamentos. Stalin, el líder superviviente de la Revolución, nunca creyó en ellos y condujo su tren de acero sobre los huesos de millones de rusos. El régimen soviético se sustentó en solo tres clases de hombres: el funcionario, el obrero y el policía. Pero nadie había previsto que el propietario, un espécimen biológicamente fuerte, pudiera con el Régimen. Ese es el fundamento de la Rusia de Putin, tan lejos de la Revolución de Octubre, tan inquietante como la Unión Soviética de Stalin.