DENOSTADOS por unos, celebrados por otros y tolerados por una mayoría, los políticos se han colado en los hogares de gran parte de la ciudadanía de buenas maneras y sin casi hacer ruido. Esta forzada popularidad tiene un precio. La banalización de la política, especialmente en los periodos electorales, se ha extendido como una mancha de aceite por los platós televisivos. Queda la duda de a quién realmente beneficia el espectáculo: ¿a la política o la cadena televisiva?
La azarosa vida política del país se ha convertido en un filón para los medios de comunicación, entre ellos las cadenas de televisión que pugnan entre sí por ofrecer los perfiles más humanos de los gladiadores de la profesión. A juzgar por el número de programas y debates en la pequeña pantalla, parece que la política interesa, o puede, quizás, que solo sea un interés pasajero de esa máquina de picar carne cruda que llamamos televisión y que dicen engrasa las apetencias del público.
Los científicos hace ya un tiempo observaron el comportamiento de algunos orangutanes y llegaron a la conclusión de que los grupos de más de cien primates, si están separados, compiten con crueldad y fiereza por la comida y su territorio. El combate entre los medios es también feroz. En el ataque al territorio doméstico por los mayores índices de audiencia valen todas las armas. El canibalismo se impone en la selva mediática y crear espectáculo independientemente del contenido es un aliño infalible para el éxito.
El show de los tertulianos chillones, hooligans y difamadores sacudiendo estopa a diestro y siniestro y creando titulares tóxicos todavía tiene un enorme tirón. Ahora, y quizás para compensar tanto exceso, la humanización de los políticos y políticas va ganando territorio en el escaparate público. El cambio exige también una nueva narrativa. De ser percibidos como privilegiados, sectarios, mentirosos o corruptos en algunos casos, de repente caemos en la cuenta de que salen a pasear, tocan instrumentos, practican yoga, o recogen membrillos. Es decir, una narrativa que nos presenta al político o política como uno más de nosotros. Este frenesí de normalidad resulta casi siempre impostado; y lo es porque la vida cotidiana del que ejerce la actividad política profesionalmente poco tiene que ver con la del ciudadano medio y porque, en general, casi ninguno está cómodo en el burdo papel. No sé en qué vericuetos del cerebro humano anidan las contradicciones, pero no deja de ser sorprendente que al tiempo que exigimos a la clase política la solución de casi todos nuestros problemas sociales, una tarea harto improbable, les queramos caricaturizados; es decir, en la playa con sus familias, de merienda con sus amigos, o cantando tangos.
Hace ya unos días, en un programa de EITB, las candidatas y los candidatos a lehendakari tuvieron que realizar las más variopintas actividades: carreras, saltos en parapente, demostración musical... todas ellas muy alejadas de su principal ocupación. Una de las candidatas tuvo el buen sentido común de negarse a subir al tiovivo que el conductor del programa le pedía.
Se me ocurre que, de seguir esta espectacularización no me extrañaría verlos subir al Aconcagua, atravesar a nado el Amazonas o liderar un pelotón ciclista en los Alpes; todo bajo la probable dirección de un presentador zafio e insufrible.
Sin ningún ánimo de solemnizar, y menos aun de que nadie me encuadre en los poblados batallones de eternos ofendidos, creo que la actividad política puede prescindir de estas majaderías. Ignorar su parte noble y primar el espectáculo no hace otra cosa que ocultar el mensaje y el debate tan necesarios.
¿En cuanto al ganador del espectáculo? Respondan ustedes mismos. Construir el pensamiento político en los platós televisivos no me parece una brillante idea.* Periodista