Mientras las economías domésticas nos rompemos la cabeza en la misión de ahorrar calefacción para gastar en pan, los políticos españoles siguen de campaña, aleccionandonos de cara a las próximas elecciones del 20 de diciembre. Ninguno de ellos nos convencen a los mayores desempleados de larga duración -a los que más que mayores desempleados debieran llamarnos grandes desesperados-, pero todos procuran incluirnos en sus discursos, como si mantuviéramos el estatus de obrero. Dicen que los historias románticas garantizan el final feliz, pero para ello, salvo en algunos salones de masajes, debe existir amor, y en esta España de crisis el lema no es el amor sino la unidad, como si por arte de magia, al defender la unidad en lugar de la diversidad, la pluralidad y la multiculturalidad, se convirtiera el país en una enorme hogaza a la que todos pudiésemos hincar el diente sin mayores preocupaciones. En estas fechas, los políticos se inquietan por los pobres y los desfavorecidos con derecho a voto, como si fuésemos una raza nueva jamás antes percibida. Si en tiempos de vacas gordas no se distribuyó equitativamente la leche ni la carne, difícilmente podemos esperar que de las vacas flacas nos lleguen las orejas o los rabos. Si acaso seguiremos soportando los cuernos que con total descaro nos pone este sistema que durante muchos años nos ordeñó y ya no nos quiere ni para adornar los prados. A cualquier político que nos prometa pan o trabajo hay que exigirle la firma. Nos hemos cansado de comer brotes verdes inexistentes y de mentiras.