LA decisión del pleno del Tribunal Constitucional de admitir a trámite el recurso presentado por la Abogacía del Estado, en nombre del Gobierno presidido por Mariano Rajoy, contra el “proceso de participación ciudadana” a desarrollar en Catalunya el próximo domingo 9 de noviembre y, por tanto, en virtud del artículo 161.2 de la Constitución, dictar la suspensión de los actos impugnados, presenta un más que forzado soporte jurídico. En primer lugar, el dictamen del TC concede la suspensión -única pretensión del Ejecutivo español-, que se practica de modo automático, sin siquiera argumentar por qué el tribunal considera un único objeto este proceso de participación y la consulta popular convocada con anterioridad por la Generalitat, aquella sí mediante decreto y en base a la ley catalana de Consultas, cuando ambas, pese a tener el mismo objetivo, poseen origen y recorrido jurídicos diferentes. En segundo lugar, tras admitir a trámite la impugnación y decidir la suspensión, el TC comunica dicha decisión al presidente de la Generalitat, cuando este no posee más potestad sobre la consulta que las derivadas de su cargo en el mantenimiento del orden público, al no existir una convocatoria legal acreditada de la consulta por su parte. Y, en tercer lugar, concede a la Generalitat veinte días para presentar alegaciones aunque, de facto, ese plazo exceda de largo el que resta para la celebración de los actos impugnados, con lo que en todo caso y de pretenderse aludido por el dictamen del TC, el gobierno catalán no podría agotar el plazo a que da derecho el propio dictamen para presentar alegaciones frente a la admisión a trámite y por tanto la suspensión de la consulta, ni siquiera la propia del mantenimiento del orden público y la paz social ante las posibles consecuencias de la suspensión. Ahora bien, todo ese juego de un gobierno, el catalán, en el margen de la alegalidad, y del otro, el español, excediendo los límites de la legalidad, son apenas un laberinto que quizá pueda influir para impulsar o desvirtuar la participación o el efecto de una jornada, la del 9-N -que la sociedad catalana va a mantener-, pero no impiden la realidad democrática de que Catalunya exige ejercer el simple derecho democrático de dar su opinión respecto a su futuro político. Una realidad que, suceda lo que suceda, se hará patente este domingo.
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