Hay sol, procesiones cargadas de sillas playeras, bolsas multicolores, gente que dirige sus pasos a la playa. Sientan el sitio, ocupan el terreno, no miran ni a derecha ni a izquierda, da igual, caben todos. En un dos por tres, se han desprendido de sus ropas veraniegas y calzan maillots, bikinis y trajes de baño. Comienza el rito de la crema: unos a otros se pasan el tubo y frotan su piel, salvo la espalda para la que solicitan la ayuda de los demás. Ya está, ahora toca darse cuenta donde están, ubicarse, ver quiénes son sus vecinos a los que sus toallas extendidas sobre la arena casi los cubre por completo. Los niños y niñas, que los hay en todos los campamentos playeros, extienden los juguetes, cubos, palas, rastrillos, moldes de figuritas e incluso algunos bulldozers. Los mayores colocan las sillas girando en dirección al sol. Todo ha durado unos minutos, pero ya está, unos esclavos del veraneo playero han invadido el pequeño desierto de arena y otean el esplendor de las aguas que van meciendo a los bañistas con sus olas y sus espumas. Los pequeños sentados fuera del campamento, comienzan a jugar con la arena y los utensilios playeros, gritos y chillidos comienzan a sentirse; una tribu más ha llegado a la playa. Hay que ir al agua. En procesión, todas y todos dirigen sus pasos hacia la orilla, dan saltitos, entran y salen, van a compás de las olas hacia delante y hacia atrás. Al colocar su campamento, ni han mirado, ni se han enterado y desconocen por completo el tema de las mareas. Quizás son veraneantes del mar Mediterráneo y desconocen que en el Cantábrico existen las mareas. Al cabo de media hora el campamento de la susodicha familia ha sido arrastrado por las olas mientras ellos siguen disfrutando con el ir y venir de las olas juguetonas.