EL reciente estreno en nuestras pantallas de la película de la directora alemana Margarethe von Trotta, basada en secuencias de la biografía de la filósofa alemana Hannah Arendt, me lleva a una primera recomendación: es una película perfectamente prescindible, no acudan a verla salvo que les entre un comezón de irreprimible curiosidad al leer esta crítica de intruso. La película se centra en el debate ¡y vive Dios, qué debate! tras la publicación en la revista americana New Yorker de un serie de artículos que Arendt había redactado con motivo de su asistencia como observadora al juicio seguido ante un tribunal en Jerusalén contra el asesino nazi Adolf Eichmann. Por cierto, entre los periodistas destacados para cubrir la noticia se encontraba el sacerdote nacionalista vasco Iñaki de Azpiazu, como enviado especial del rotativo argentino Correo de la Tarde. Azpiazu, exiliado de la Guerra Civil, se asentó en Argentina, donde llegó a ser uno de los vascos más influyentes. Íntimo del general Pedro Eugenio Aramburu, cuyo secuestro y asesinato por los Montoneros constituyó el pistoletazo de inicio de la guerra abierta contra los guerrilleros, Azpiazu está a la espera de un biógrafo que cuente sus andanzas. Siempre en contacto con el Gobierno vasco en el exilio, también envió informes a J. Rezola y al lehendakari Leizaola del juicio a Eichmann, sobre cuyo perfil biográfico y circunstancias de la detención, enjuiciamiento y ejecución me remito al relato conmemorativo titulado "La levedad de la culpa: Eichmann" que con motivo del cincuentenario del acontecimiento publiqué en DEIA (9-6-12).

Los artículos de Arendt en el New Yorker fueron la base del libro Eichmann en Jerusalén con el subtitulo "Un informe sobre la banalidad del mal", en referencia a personas como Eichmann, convertidos en asesinos a escala millonaria que no resultaban ser demonios sino simples funcionarios del crimen sin otro atributo que "una diligencia poco común por hacer todo aquello que pudiese ayudarle a prosperar". Estaríamos por tanto ante arribistas que eran capaces del asesinato en masa administrativo "por orden superior", como invocaron en su defensa cuando fueron llevados a juicio en los procesos de Nüremberg, o que decidían operativos sin ordenes superiores pero "en la dirección del Führer", como peroraban entre sí cuando se creían los amos del universo en los momentos cenitales del nazismo.

La expresión acuñada por Arendt, "banalidad del mal", además de ser pegadiza, generó a la autora la mitad de sus disgustos. La otra mitad tuvo su causa en el debate suscitado por el papel que atribuyó a los Judenrat o Consejos judíos. A su parecer, habían cooperado con Eichmann en la deportación de sus congéneres con tal diligencia que estos "habrían visto a pocos alemanes en el camino que les llevaba a la muerte en los campos de exterminio". Esta acusación de coparticipación con los nazis, todo lo obligada que se quiera pero efectiva para la finalidad genocida perseguida por el hitlerismo, fue el acabose y Hannah Arendt terminó enfrentándose con sus amigos judío-alemanes del exilio en Nueva York y, más doloroso aún, con quienes desde Israel le acusaban de "hacer borrosa la frontera entre víctimas y verdugos"; algo equiparable a la acusación de "equidistancia" tan recurrente hace años en el debate sobre el terrorismo en Euskadi.

La controversia con los pensadores en Israel fue agria a más no poder. Un íntimo amigo de Arendt, el profesor excomunista y posteriormente ideólogo sionista Kurt Blumenfeld, acabó rompiendo una amistad cimentada sobre años de comunes experiencias bien amargas: desterrados, pobres y apátridas. En este punto, la película de Von Trotta es fidedigna. El encontronazo venía de lejos, pues a Arendt se le reprochaban sus críticas al nacionalismo judío durante la batalla por la creación del Estado de Israel. Sobre este asunto, Arendt era totalmente coherente ya que se definía internacionalista, como Rosa de Luxemburgo, a quien admiraba, y reclamaba la "Paz perpetua de las naciones", influencia de la filosofía del gran pensador alemán Emmanuel Kant, nacido en Könisberg (actualmente Kaliningrado), de donde provenía la familia Arendt y lugar en el que ella misma había crecido. Sus contrincantes, especialmente Gershom Scholem, argumentaban que la vida, antes que observación intelectual, es lucha y en la lucha estamos obligados a definirnos ante el bien y el mal, la libertad y la sumisión. Arendt, al parecer de Scholem, no elegía sino que se limitaba a describir y levantar acta de los hechos cual notario particularmente dotado. Llegados a ese punto, sostengo que tal debate se puede trasladar al actual existente entre israelíes y palestinos y en puridad a cualquier conflicto humano que encadena la lucha por la existencia de la nación, la atribución de responsabilidades consecuencia de esa lucha generalmente violenta y la manera de encontrar una solución concordada. Quienes entienden que en una contienda bélica o ideológica solo puede haber vencedores y vencidos no tienen interés alguno en soluciones, la sumisión que sigue a la derrota es su objetivo. Quienes sostienen, como el novelista y pensador israelí Amos Oz, que las tragedias se resuelven a la manera de Shakespeare, con el escenario lleno de cadáveres, o a la de Anton Chejov, con todo el mundo infeliz, amargado y desilusionado pero vivo, optan por la solución chejoviana. En eso andan Amos Oz y los escasos pacifistas israelíes; y en eso andamos, un poco a trompicones, los vascos de hoy.

No sé si Arendt podría ser calificada como pacifista. Desde luego, no es el caso del premio Nobel Imre Kertész, judio-húngaro que sufrió el acoso del nazismo y del comunismo y dejó dicho: "Dios mío, qué bien que pueda ver la estrella judía sobre los tanques israelíes y no cosida sobre mi ropa como en 1944". Kertész no era militarista, simplemente constataba que el judío, siglos después de la destrucción de Jerusalén, era por fin capaz de defenderse. Y aquí volvemos al meollo de la cuestión suscitada por Arendt en su libro, que no profundizada por Von Trotta en la película. Más allá de hechos puntuales, como la insurrección de Varsovia o la guerrilla en los bosques y pantanos del este europeo, ¿por qué no resistieron los judíos al genocidio? ¿Por qué sus dirigentes colaboraron con la pretensión de apaciguar a los nazis o aletargar a su pueblo para hacerles más llevadero el tránsito a su fatal destino? ¿Por qué los comandos especiales de presos judíos se ofrecían para llevar a otros judíos hasta la cámara de gas? El antiguo rabino de Berlín Leo Baeck había dicho que era mejor para los judíos no saber su destino ya que la espera de la muerte solo habría sido más dura. La respuesta de Arendt resultó esclarecedora y a explicarla dedicó su obra más celebrada, Los orígenes del totalitarismo. En el nazismo, viene a decir, se produjo una inversión completa del sistema jurídico; los crímenes y asesinatos en masa eran la regla, el terror, el aire que se respiraba, de tanta densidad que el género humano no había desarrollado pulmones para metabolizarlo. El mal absoluto, la aniquilación del pueblo judío en su totalidad, era tan imposible de comprender que fascinaba a sus víctimas, como la mirada de una serpiente, y les llevaba a la parálisis y a ser conducidas en manada y en tropel a los campos de exterminio para ser literalmente gaseadas. Y esto lo ejecutaban personas tan normales y corrientes, tan banales, como el propio Eichmann.

¿Que por qué critico la película? Sin entrar en detalles técnicos que están fuera de mi conocimiento y pasando de puntillas sobre el relato que se ofrece sobre la relación con Martín Heiddeger, filósofo, maestro y amante de Arendt, representado como un panoli en las cosas del amor, reconozco la dificultad de llevar al cine un debate filosófico y político de envergadura como el suscitado por el libro de Arendt. Lo que ocurre es que Von Trotta convierte los diálogos, cual mala obra de teatro, en soporíferos discursos que amuerman hasta al más interesado de los espectadores. Los astrónomos llaman paralaje a los distintos aspectos que asume un objeto cuando se le contempla desde dos ángulos distintos. Ante el astro del pensamiento que era Hannah Arendt, Von Trotta enfoca la cámara desde la posición que Arendt hubiera deseado: abanderada del pensamiento libre a pesar de los pesares, que no eran otros que los del pueblo judío, mayoritariamente estupefacto ante la impresionante capacidad de Arendt para observar desde el espacio exterior sin poner pie en Tierra Santa. El otro ángulo, el de los contrincantes de Arendt, queda esfumado entre montones de palabras sin inteligencia ni alma. A la película le falta paralaje, el resultado de la visión desde diferentes puntos de observación. Así que por esta vez, lean a Arendt y Scholem y no vean a Von Trotta. Qué le vamos a hacer.