EL debate monográfico sobre el conflicto político celebrado ayer en el Parlamento Vasco no podía sino discurrir dentro de los límites con que cada una de las fuerzas parlamentarias ha constreñido su actuación al respecto y, especialmente, su oratoria pública. En ese sentido y por alguna declaración posterior al pleno, el impulso de llevarlo a cabo podría considerarse vano. Sin embargo, el propio hecho de que fuerzas e ideologías agriamente enfrentadas durante décadas -y en torno o en el seno de algunas de las cuales se han abonado actitudes violentas- procedan al intercambio de pareceres en sede parlamentaria debería bastar para desterrar el calificativo de improductivo. Que la discusión en torno a "la resolución del conflicto" no se traduzca en unanimidad acordada al final de la sesión, no significa que durante la misma no se hayan producido gestos -como que Bildu defienda el décimo punto del Pacto de Ajuria Enea-, siquiera casi imperceptibles pero que conllevan el afán de superar la dramática realidad vivida en Euskadi y sus consecuencias. Gestos que deberían tener continuidad en la Ponencia sobre la materia para, detenida la espiral de la violencia física y en visos de superar la verbal, dar inicio a la espiral de la convivencia. Ahora bien, del mismo modo que es exigible de todas y cada una de las fuerzas parlamentarias, incluyendo aquellas que se resisten a cualquier variación en sus interesados dogmas, el esfuerzo preciso para pasar definitivamente página a aquella realidad; también lo es que la izquierda abertzale, como expresión política sobre la que se acomodaban quienes en Euskadi ejercían la violencia, admita no solo el dolor causado y la necesidad de respeto y reparación a sus víctimas sino también la ruina ética sobre la que se han sustentado las actitudes violentas, armadas o no, que se han producido en o desde sus filas. Y que lo haga independientemente de otras ruinas, porque la utilización ilegítima de la violencia por el Estado -sea para conculcar derechos individuales o colectivos- no convierte en legítima la respuesta violenta ni, muchísimo menos, la socialización del dolor. No hacerlo sería asumir que su apuesta por las vías exclusivamente políticas carece de principio moral y no responde al deseo de la sociedad, sino que se asienta únicamente en la asunción obligada de aquello que en todo caso es evidente: la derrota de la estrategia político-militar; lo que además rendiría otra legitimidad, la de la exigencia de derechos, a la magnanimidad del Estado.
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