LOS chavales de mi generación llegamos tarde. No vivimos las Revoluciones de Argel y de Cuba y no fuimos testigos de primera mano de las dos revoluciones más influyentes de la segunda mitad del siglo XX, la primera como proceso de liberación nacional de una colonia y la segunda, desde el punto de vista social. Los chavales de mi generación tuvimos muy mala suerte con la primera revolución que presenciamos a través de la televisión. Un emperador cayó con todo su régimen pero nadie quitó el póster del Che para sustituirlo por el de Jomeini.

Menos mal que seguidamente se produjo otra revolución que tuvo todos los ingredientes necesarios para saciar las ansias revolucionarias de mi generación: Nicaragua. Un sangriento dictador miembro de una dinastía con una inmensa fortuna, sostenido por los yankees y un pueblo pobre, humilde, unido en torno al Frente Sandinista denominado así en honor del general de los hombres libres, asesinado por el padre del dictador. En esa Revolución encontramos la mística de la toma del Palacio Nacional, Masaya, León, Estelí, Managua? y elevamos a nuestros altares adolescentes a Edén Pastora-Comandante Zero, a Carlos Fonseca, a Daniel Ortega, a Tomas Borge, antes de que, a base de ir conociéndoles mejor y de verles actuar, se fueran cayendo del pedestal, los mismo que nos ocurrió después con referencias más cercanas.

De entre los comandantes de aquella revolución, quiero recordar a Tomás Borge, autor entonces, entre otras muchas cosas, de algunas de las consignas revolucionarias que pasaron a la Historia. Y de entre esas frases, quiero destacar una de ellas, con tanta rotundidad, tanta carga ideológica, tan extraordinaria, que muchos revolucionarios de salón se la atribuyen al mismísimo Che Guevara. Implacables en el combate, generosos en la victoria. Y demostró además que no era una frase retórica. Tras el triunfo de la revolución, y ya ministro de Interior, se dirigió al militar que le había torturado durante meses y ante el temor de éste a su venganza, le dijo "mi venganza es decirte que te perdono, puedes irte a tu casa".

Lo de implacables en el combate, como insumiso declarado, siempre lo he dejado de lado, pero lo de generosos en la victoria, es algo digno de admiración y que rara vez tenemos la ocasión de contemplar. La absoluta soledad de la derecha desde la época de Aznar evidencia que jamás ha mostrado generosidad alguna en sus victorias. No es de extrañar cuando por aquí vemos que fuerzas políticas que pueden considerarse más afines, en teoría, a las ideas de Tomás Borge, tampoco lo han mostrado en las suyas. Al contrario, en las instituciones que dirigen se han encargado de demostrar desde el primer día quién manda ahí y que los demás son solo eso, los derrotados. Y aún más, otros han dado la vuelta a la frase, convirtiéndola cómicamente en generosos en la derrota, como quienes desde las filas socialistas, tanto en puestos directivos como en los de pseudointelectuales de cabecera, clamaban antes por descabalgar a toda costa al PNV y desterrarlo de las instituciones y ahora tras el sopapo electoral se convierten en adalides de la transversalidad.

La situación de emergencia que vive nuestro país, merece un ejercicio de generosidad que, tras una victoria tan rotunda como la del pasado día 21 tiene más sentido que nunca, pero sobre todo, exige también que quienes han salido derrotados en las urnas den muestra de su generosidad facilitando la puesta en marcha de las medidas para las que los ciudadanos y ciudadanas vascas hemos comisionado a Iñigo Urkullu en las urnas.