LA entrega en el registro central del Ministerio del Interior español de los estatutos de Sortu, la formación política que reclama la futura representación política y electoral de la izquierda abertzale histórica, abre el plazo legal de veinte días más veinte días para que el ministerio remita los mismos a la Abogacía del Estado y la Fiscalía y ésta decida si solicita al Tribunal Supremo la ilegalización del nuevo partido. Sin embargo, más allá de la tramitación judicial del expediente, que ya ha sido anunciada por el ministro Alfredo Pérez Rubalcaba pese a que la claridad estatutaria de Sortu la haría innecesaria, se inicia un proceso político, público -y mediático- que exige del Gobierno español que preside José Luis Rodríguez Zapatero, y también del Ejecutivo de Patxi López, un inexcusable ejercicio de responsabilidad en lo que parece ser una coyuntura excepcional para lograr el final de la violencia y, en consecuencia, la máxima prioridad de la acción de gobierno de ésta legislatura y de las tres décadas largas de legislaturas democráticas. En ese sentido, dentro de la comprensible prudencia de quien ha visto fracasar anteriores procesos e incluso se ha podido sentir traicionado en ellos, los pasos dados por la izquierda abertzale tradicional, incluyendo el explícito rechazo a la violencia de ETA en los estatutos de la nueva formación, junto a la situación de precariedad en que la violencia ha situado a su entorno político, sugieren la conveniencia de incentivar los cambios estratégicos que se desarrollan en el sector más radical del independentismo y alentar la aceptación por el mismo de los condicionamientos del sistema. Lo contrario, desaprovechar el soporte de quien ha pospuesto otros intereses por otorgar tiempo a esta oportunidad y plegarse una vez más a la insensata y avara presión política -y mediática- del PP y su argumentario de que todo sigue siendo ETA, dificultando el inexorable proceso hacia la paz, denotaría una manifiesta incapacidad para, en momentos históricos y determinantes, gobernar desde la competencia y el buen juicio político y desvelaría ante la sociedad la supeditación del bien general al rédito electoral o, en su caso, a la conservación del poder o a una presunta razón de Estado no homologable democráticamente. Porque no es legítimo considerar como Rubalcaba, su compañero de gabinete Ramón Jáuregui o Patxi López que "se encara el fin de ETA" y es el momento "más cercano a la paz que hemos tenido nunca" y no colaborar (o al menos evitar impedir) a que esa esperanza se materialice en realidad definitiva. Los gobiernos socialistas han modulado, sí, su discurso al respecto, pero deben ir más allá y, si es necesario, incluso utilizar ahora la misma influencia institucional de que han hecho gala durante y en la denominada lucha antiterrorista para lograr en definitiva el objetivo último que esta persigue o debe perseguir: el fin de la violencia.
- Multimedia
- Servicios
- Participación