LAS elecciones legislativas de mitad de mandato que se celebraron ayer en Estados Unidos han venido siendo consideradas, no sin motivo, una especie de plebiscito sobre la labor de Barack Obama al frente de la que aún es la primera potencia mundial. El indiscutido ascenso republicano y la clara posibilidad, sólo apuntada en el inicio del recuento, de que los demócratas pierdan la mayoría en el Senado -menos probable- y sobre todo en la Cámara de representantes, donde John Boehner arrebataría la presidencia (el tercer cargo político en importancia tras la presidencia y la vicepresidencia) a la en campaña desaparecida Nancy Pelosi, han sido considerados el inicio de un profundo giro electoral que dejaría en entredicho la eclosión de Obama como redentor de los Estados Unidos tras las presidencias de George W. Bush. Sin embargo, esa visión debería ser matizada tanto a nivel interno como respecto a la política exterior. El resurgir del Partido Republicano, azuzado por el radicalismo del Tea Party, es más producto de la propia reacción de sus electores tras la severa y amarga derrota del 4 de noviembre de 2008 y de la hasta cierto punto lógica incapacidad de Obama para repetir desde su cargo la movilización social que le llevó a la presidencia que de una corriente de opinión mayoritariamente contraria como aquella provocada por Bush que le favoreció hace dos años. Sí existe en Estados Unidos una cierta irritación general con la situación económica y buenas dosis de incomprensión respecto a la reforma sanitaria y la remodelación del sistema financiero emprendidas por el gobierno, pero catalogar la derrota demócrata como el principio del fin de Barack Obama es ir demasiado lejos. En primer lugar y en clave interna, porque incluso en el caso de que el final del recuento confirme como parece el cambio de mayoría en la Cámara de Representantes, esto permitiría a Obama compartir la responsabilidad -y la tremenda dificultad- económica de cara a las presidenciales de 2012, en las que los republicanos no podrían ya achacar como ahora todos los males a su presidencia. En el ámbito exterior, porque el legislativo no tiene en Estados Unidos capacidad para influir en la política internacional o de defensa, exclusivas de la Casa Blanca, lo que en principio permitiría a Obama centrar mayor parte de sus esfuerzos personales de la segunda parte de la legislatura en ese aún sólo esbozado cambio de actitud estadounidense como árbitro mundial. Y aun siendo cierto que las relaciones internacionales no suelen ser el eje electoral de los candidatos en EE.UU. -de hecho apenas han aparecido en esta última campaña- no lo es menos que influyen considerablemente en la percepción de liderazgo, tanto personal como y sobre todo de país, que más de una vez ha acabado por inclinar la balanza.