LA constatación fehaciente de las conexiones personales y profesionales que de manera más o menos directa o mediante intrincadas intermediaciones relacionan al consejero de Sanidad, Rafael Bengoa, y a otros tres altos cargos de su Departamento -el director de la empresa pública Osatek, Pablo Arbeloa López; la directora de Farmacia, Paloma Acevedo; y el viceconsejero Jesús María Fernández- con al menos una de las empresas a las que Osakidetza ha adjudicado contratos exentos de concurso por varias decenas de miles de euros durante el último año, pueden no cuestionar la estricta legalidad que estipula la cuantía máxima de las participaciones de los cargos del Gobierno en las firmas beneficiarias de las contratas públicas, pero sí coloca serias sospechas, que el consejero está en la obligación de eliminar, de que en dichas adjudicaciones pudieran haber participado intereses ajenos a lo que debe ser el también estricto beneficio de la sociedad vasca. No es suficiente con que Idoia Mendia, portavoz del Gobierno vasco y por tanto quien habla en nombre del Ejecutivo que preside Patxi López, trate de salir del paso calificando la conducta de los altos responsables de Osakidetza como legalmente "irreprochable" porque no todo lo que se ajusta a la ley es siempre y por definición moralmente honesto, como el mismo Bengoa debe saber pues así lo dijo públicamente hace un año. Ni tampoco basta con que el consejero, en su intento de eludir la obligación de ofrecer una explicación razonada y razonable que evite las dudas sobre esa honestidad, cuestione la veracidad de las informaciones sobre unas relaciones probadas y documentadas con una actitud que desdice además aquel alegato de López en el que reclamó "bolsillos de cristal" a los miembros de su gabinete y sus equipos respectivos. La ética personal, en su caso, y la imagen de Osakidetza, además de la de todo el Ejecutivo, demanda una explicación de lo que Bengoa sabe sobre las adjudicaciones y sus intereses o, en su defecto y como se ha hecho en otros casos similares, la apertura de una investigación que aclare lo que desconoce de las actitudes de aquellos a quienes el propio consejero designó para ocupar los niveles más próximos dentro de su Departamento. Y, si ninguna de ambas se produce, debe exigirse al propio Bengoa una satisfacción a aquel alegato de transparencia por parte de quien lo pronunció y tiene la responsabilidad última ante la sociedad. No se trata únicamente de ajustarse a la legalidad, que es imprescindible, ni siquiera simplemente de ajustarse a la ética, que debe ser exigible, sino de la obligación que todo gobernante tiene de responder además a lo que Somerset Maugham definió -precisamente junto a la ley y la conciencia- como el tercer arma de la sociedad frente a las desviaciones del individuo: la opinión pública.
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