lA selección española de fútbol consiguió ayer, con pleno merecimiento a la vista del juego desarrollado durante el campeonato, el triunfo en la final del Mundial de fútbol de Sudáfrica. Por primera vez en su historia, ha logrado el sueño de cualquier selección deportiva de cualquier deporte: proclamarse campeón del mundo. Máxime cuando se trata del denominado deporte-rey, o al menos el que sin duda dispone de mayor seguimiento en todo el mundo. No en vano, la final que disputaron ayer Holanda y España fue seguida por centenares de millones de personas a lo largo y ancho del planeta, lo que da la medida -más allá de otras exaltaciones- del impacto que supone para cualquier país participar y disfrutar de un acontecimiento deportivo de este calibre. El éxito deportivo de la selección española, sin embargo, ha contado con algunos aspectos contaminantes, fundamentalmente de furibunda exaltación nacionalista española, que han superado en innumerables ocasiones los límites no ya de lo racional, sino de lo permisible. Henchidos del más rancio patriotismo torpemente disfrazado de pasión deportiva por unos colores, grupos políticos, instituciones y medios de comunicación han intentado, ad nauseam, aprovecharse de la euforia colectiva que se ha generado ante el buen juego desarrollado por unos deportistas para sacar réditos de todo tipo. Y, de paso, intentar pasar factura a los nacionalismos que no son el español y que no comulgan con el pensamiento único instalado. Sólo así pueden entenderse mareantes discursos políticos y mediáticos cuya tesis viene a reducirse a que el éxito se ha producido gracias a una unión fructífera en torno a una idea única de España así como que la ciudadanía de Euskadi y Catalunya -al calor también del cambio en Ajuria Enea- se ha asimilado a la española y se ha rendido al encanto de La Roja. Sin embargo, es evidente que existe una entendible y extensa desafección de miles de vascos y catalanes a una selección que gran parte de la ciudadanía no asume como propia. Porque no lo es. Y porque sus colores, su selección nacional, no puede participar como las demás en campeonatos de esta naturaleza. Las naciones vasca y catalana -y la imagen de la manifestación del sábado en Barcelona es prueba palpable de ello- se reivindican como tales y exigen su derecho a disponer de una selección propia. Muchos vascos ven con cierta lógica que la selección española es la encarnación de esa injusta exclusión, porque su existencia tal y como está concebida impide de hecho la participación de Euskadi. No hay que olvidar, sin embargo, que gran parte de la responsabilidad de este hecho nos corresponde a los propios vascos, incapaces en los últimos años de poner siquiera a nuestra selección sobre un terreno de juego. Esa irreal unidad que se ha pretendido en torno a la selección española es, despojada de artificios y de intereses particulares o partidistas, y por tanto genuina, la que necesita Euskadi para cumplir su sueño y competir de igual a igual en el concierto internacional y disfrutar con sus éxitos y sus fracasos.
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